4 SEQÜÉNCIA DE MODEL FRAGMENTADA
Secuencia de modelo fragmentada


Me había acostumbrado a escuchar, a cualquier hora del día o de la noche, los maullidos de un gato en el rellano, y si al principio me llamaron la atención, luego me acostumbré, después de la primera vez en que mi curiosidad se vio obligada a consultar con aquel directorio viviente que era la portera, institución prácticamente extinta en la actualidad, menos en los barrios antiguos del casco viejo de Barcelona.

-Es el gato de su vecina -cotilleó oficiosa-, la que vive en el segundo del entresuelo. Una señora muy calladita, la mujer, y que no molesta a nadie nunca, pero al que sí se le oye es a su gato, y buena señal, porque si ella abre y cierra la puerta eso quiere decir que no se ha muerto aún... Ya se acostumbrará usted -(¡qué remedio!)-, ya verá...

Yo acababa de mudarme a un piso barato, situado en un edificio que a lo peor cualquier día declaraban ruinoso, y en cierta calle que en otras épocas conociera tiempos de esplendor. Era un piso enorme, cavernoso, de techos altos, con dos ventanas exteriores, y la famosa galería, obligatoria en las casas de más de cien años, poca luz de sol en suma y además crepuscular siempre ya que un entresuelo no se acerca mucho al cielo que digamos, pero a mí me iba bien, porque allí había instalado hogar y negocio en un solo pack, mis pocos muebles y tres ordenadores, impresora, escáner y todo el resto de ese atrezzo que precisa un informático para vivir y sobrevivir cuando se empecina en sacar provecho a su adición. Pero no voy a continuar hablando de mí; no es esta mi historia, yo solamente soy el narrador de otra.

-Por lo que usted dice, debe de tratarse de una persona muy mayor, ¿y vive sola?, bueno, con el gato, quiero decir.

-Cumplir los 70 ya los ha más que cumplido, eso seguro, desde luego, y, a lo que parece no tiene familia. Yo un día se lo pregunté porque me daba grima verla tan vieja y sin nadie que la hiciera compañía, una hermana, una prima, una amiga, o alguien con quien compartiera el piso, porque yo ocupo la portería desde hace cinco años, ¿sabe usted?, y ella me dijo entonces que no tenía ya a ninguno, ni familia, ni amigas... Bueno, supongo que se le habrán ido muriendo, ¿no?... Y ahí quedó la cosa, su único compañero es el gato, un gato que recogió de la calle y que favor le hace yendo a comer y a dormir a su casa... ¿No la ha visto usted todavía a ella?... ¡Bah!, no se preocupe, es normal, sale de uvas a peras, le traen el pedido a domicilio y yo el pan; come como un pajarito, y el día menos pensado la encontraremos tiesa en su casa y con el gato ronroneando encima de las rodillas... Vamos, de película de terror, ¿no cree?

A la mañana siguiente, al pasar por delante de los buzones, un armatoste metálico, tan moderno que parecía de ciencia ficción en un vestíbulo de paredes ennegrecidas, ubicada la escalera en un hueco estrecho, sin barandal, con pasamanos de hierro temblequeante, peldaños de baldosa roja, el borde de madera gastado por innumerables subidas y bajadas, me fijé, llevado por morbosa curiosidad, en el buzón de mi vecina; al menos quería saber su nombre... Y me llevé un chasco, porque allí no había nombre, sólo un número y la denominación: entresuelo. Con eso debía bastarme. ¡Mujer misteriosa!...

-¡Ni que fuera Greta Garbo! -pensé irritado, y entonces decidí olvidar a la dama en cuestión, personaje que, por otra parte, tampoco debía importarme, vaya, que no era de mi incumbencia el andar removiendo en vidas ajenas.

Transcurrieron los días, luego las semanas y finalmente los meses. Yo continuaba trabajando metido en casa con pocas escapadas a la calle, sólo las necesarias para que me diera el aire y estirar las piernas, porque si trabajas con ordenadores corres el riesgo de convertirte en una figura virtual sumergida en mundos de CD-Rom, de los que no obstante, y tengo que agradecérselo, me desconectaba de tanto en tanto el maullido exigente del gato de mi invisible vecina. Fuese de día o de noche, ¡miau, miau!, y el sonido rasposo, chirriante, de una puerta que se abre con sigilo y luego se cierra con un ¡plop! acolchado, ni una voz, ni un susurro, ni una radio afónica conectada siempre a esos programas nostálgicos de canciones pasadas de moda, tal vez, pero no estoy muy seguro, la televisión con sus concursos idiotas y sus culebrones a horas intempestivas, pero, bien puedo equivocarme habiendo varios vecinos en el bloque.

Pasó el otoño, llegó Navidad, luego enero, y en febrero, en plenos carnavales, una noche en que yo me encontraba absorto haciendo un trabajo urgente que debía tener listo en 24 horas, el gato empezó a maullar de manera desacostumbrada y más tarde pude escucharle rascando nervioso la vieja puerta de la entrada de su piso. Por la calle se oía a intervalos, la algazara de las máscaras, sus gritos, sus risas, sus voces, y en el bloque donde yo vivía, fuera del gato maullador, su dueña, y de mi humilde persona entregada al diseño informático, allí no quedaba nadie, si descontamos, naturalmente, a la portera, fiel cancerbero incapaz de desertar de su puesto ni siquiera con la excusa del carnaval.

Como los maullidos del felino iban in crescendo, empecé lo que se dice a mosquearme, aunque en un primer momento quisiera echarlo en plan de broma diciéndome que el gatito venía de parranda con alguna copa de más en el cuerpo.

Al final salí al rellano con el ceño fruncido, porque comenzaba a notar un poco extraño el que su dueña no le abriese la puerta al animal, y así, por fin, nos encaramos el bicho y yo.

Era un gato atigrado, común, macho de cabeza grande y cuerpo algo desmedrado que evidenciaba una infancia de hambrunas, pero no era tonto, sino muy listo, dotado con la inteligencia del animal callejero que se las sabe todas para sobrevivir. Me observó él a mí, como si me estuviera calibrando, y yo no sé como le miré, atontolinado bajo los efectos del ordenador, después se acercó ondulante, pero decidido y empezó a restregarse contra el bajo de mis pantalones, luego se retiró a su puerta comenzando a rascarla con brío, entre nuevos maullidos.

Como hipnotizado, permanecía yo, sin saber que hacer, allí de píe en medio del sombrío rellano, que una bombilla de pocos vatios, engarzada en una tulipa roñosa, pretendía iluminar con más pena que gloria. Resultaba obvio que la dueña del gato no abría la puerta y eso empezaba a ser preocupante: o estaba dormida profundamente, o...

Me acerqué a la puerta y pulsé el timbre.

Silencio.

El gato se había sentado sobre sus cuartos traseros y me contemplaba con gran interés.

Volví a insistir.

Otra vez la callada por la respuesta.

El gato se levantó y dando media vuelta, echó escaleras abajo. Le vi alejarse sin comprender el porque abandonaba, pero, cuando escuché sus maullidos frente a la portería, en lo que resulta impropio denominar el hall de la entrada, súbitamente comprendí, maldiciéndome por mi estupidez...¡La portera, claro, esa era la solución!

(Penoso es reconocerlo, mas, en ocasiones, un gato puede ser más avispado que una persona.)

Bueno, desperté a la portera, subió, y, como disponía de otra llave del piso, (con licencia de la inquilina se entiende), abrió la puerta, coyuntura que aprovechó el gato para irrumpir flechado en su hogar, en tanto yo me quedaba en el umbral, respetuosamente.

La portera salió al cabo de un minuto, con cara de vinagre, y me espetó:

-¡Ya lo decía yo, se ha quedado frita en el sillón, frente a la tele!

-¿Muerta?

-¡Hombre, no, de campo y playa!...¡Claro que está muerta!... ¡Vaya una lata, ahora tendremos que avisar al médico y...! ¡También este demonio de gato podía haber venido por la mañana y no ha estas horas, corcho!...

Al día siguiente todo había concluido. Era justo el Miércoles de Ceniza y me pareció irónico, e incluso de mal gusto, el que vinieran a llevársela, en la misma jornada que se entierra solemnemente al carnestoltas.

Bajaron el cuerpo por la estrecha escalera, entre resoplidos muy poco piadosos.

Cubierto con una sábana, seguía conservando el anonimato para mí, que no entré en el piso aquella noche y que había desarrollado discretamente mi labor de ayudante, telefoneando a los números que me dio la portera, más fastidiada que llorosa.

La anciana pasó por mi vida de puntillas, levemente, sin molestar, muy considerada...

Jamás le vi la cara, ni viva ni muerta, jamás le escuché la voz, sólo supe que existía por su gato, un gato que iba a comer y a dormir compartiendo con ella el mismo techo...

Cuarenta y ocho horas después, la portera me informó que le habían hecho la autopsia certificando muerte natural, vejez, ¿qué otra cosa sino?, y que la funeraria a la que estaba apuntada de toda la vida, la iba a enterrar y que si quería yo ir al entierro, porque la pobre no tenía mucho acompañamiento que digamos, ella, la portera, como es lógico, y cinco vecinos más, asistirían al sepelio.

-¿Quiere que le apunte para lo de la corona también? Los de LA MEJOR VIDA, le ponen una, pero nosotros... Bueno, es sólo un detallito, ya se sabe: "De sus vecinos, con cariño"... ¡La infeliz!

Tampoco pude negarme a eso.

Fui.

A la vuelta, despedido el solitario duelo y cada mochuelo a su olivo, la portera me confió, conquistada por mi buena disposición, que los muebles del piso se los iba a llevar el trapero, porque como la desaparecida no tenía a nadie, pues que nadie la iba a heredar.

-Cuatro trastos, no vaya usted a creer, pero el casero quiere el piso limpio de polvo y paja, para la semana que viene a más tardar porque ya tiene nuevos inquilinos esperando... Yo he llamado al señor Tobías, el de la placita, que es el que se encarga de comprar las reliquias, pero antes, y de mí para usted, voy a quedarme con algún recuerdo, nada de valor, porque de valor no hay nada, alguna tonteriilla, ¿sabe?, sólo porque no se diga que la pobre mujer pasó por el mundo sin dejar a nadie detrás que le rece un Padre Nuestro... Oiga, ¿por qué no viene conmigo al piso?, igual encuentra algo que le guste, usted con más derecho que nadie, ya que dio el aviso...

Yo estuve a punto de responderle que el aviso lo había dado el gato, pero me callé.

Aceptando su invitación por inercia, subimos al piso de la fallecida, ella abrió la puerta y entramos. Encendió la luz y enseguida corrió a abrir las ventanas, cerradas todas por aquello de la desinfección post mortem. Mientras la portera procedía activamente a oxigenar el recinto yo empecé a mirar a mi alrededor con curiosidad: la casa sin alma de una persona que no regresaría nunca más, su pequeño escenario...

Efectivamente, cuatro trastos mal contados, muebles de los años cincuenta, con el añadido de alguna innovación ya periclitada. ¿Había pasado, aquella mujer, toda su vida en ese piso, o parte, al menos, o bien se trasladó a la zona años después, cuando su estrella empezó a declinar?

Estaba en el comedor y lo que veía no me decía gran cosa, nada que revelase la personalidad de la inquilina. Un tresillo gastado, una alfombra mecánica raída, un televisor de modelo antiguo, un teléfono de disco, y sobre la mesa del comedor un patético centro de ganchillo con un cesto lleno de flores artificiales en cuyos pétalos el polvo se había incrustado. Demasiado vulgar y convencional.

-¡Ushss!, todo está lleno de pelos de gato -sentí rezongar a la portera que empezaba a mirar con ojos de halcón las miserables pertenencias.

-¿Ha visto usted en la vitrina estas figuritas tan monas?

Seguí la dirección de su ademán y tragué antes de responderle, porque "las figuritas tan monas", eran dos folklóricas de celuloide (?) vestidas con traje de faralaes en tela roja, llevando mantilla negra y una diminuta peineta clavada en el moño de estopa teñida.

-Son muy antiguas, ¿no le parece? -inquirió la portera asumiendo el aire de un coleccionista experto-, seguro que tienen valor... ¡Vaya, que me las quedo, siempre me gustaron!

Las sacó de la vitrina.

-Mire, mire, aquí, en la base, ¡anda, y está rajada y vuelta a pegar!, pone: "Recuerdo de Sevilla"... ¡Quién lo iba a decir, ¿no?, una señora tan seria y callada, igual en su juventud fue una polvorilla!

(¿Por adquirir dos souvenirs de lo más hortera?)

-¿Dónde había nacido?

-¿Lo dice por lo de Sevilla?... Andaluza desde luego que no, pero pudo haber estado allí, ¿no le parece?

-Sí, claro, pudo...

-¿Y usted, qué, no se enamora de nada?

¿Había algo de que enamorarse?

Hablé por hablar.

-¿No hay más habitaciones?

-¡Ay, es verdad, tiene usted toda la razón, sólo el cuarto de la plancha y el dormitorio, y la cocina y el baño, pero esos no cuentan, claro, venga, venga!

El cuarto de la plancha fue desestimado rápidamente por mi cicerone, y entramos en el dormitorio, tan desmantelado y frío como el comedor, a no ser...

Me di cuenta entonces, de que antes, algo en aquella casa me había llamado la atención de manera subliminal: la falta de cuadros, espejos y fotografías, porque allí, en el dormitorio, había una gran lámina enmarcada que atrajo mi interés inmediatamente haciéndome caer en cuenta de la palpable omisión.

Una lámina que era una fotografía, no, miento, un perfecto dibujo a lápiz, un singular dibujo fotografiado. La secuencia de un cuerpo femenino desnudo, rostro, senos y caderas, a trozos. Un rectángulo panorámico para el rostro, o, mejor diría, para una parte de las facciones, otro para el busto, este sí, completo y, el tercero, de cintura para abajo antes de llegar a las rodillas.

-¿Quién es? -pregunté atónito.

-¿El qué?... ¡Ah, eso!... Pues ya lo ve usted, una chica en cueros, a mi parecer una indecencia, que todavía no sé que hace en la habitación de una señora tan seria.

Me acerqué.

"La chica en cueros" era guapa, al menos lo que se veía de aquella cara lo era, un rostro delicado de líneas puras, marmóreas, altivo y enigmático como una imagen del Renacimiento, igual que el de una modelo de Boticcelli aristocrática y deshumanizada... Tres cuartos y una pequeña oreja, semi oculta entre los cortos cabellos, que parecía reclamar la serpentina de unas diminutas flores sin tallo, punzantes y rojas, o bien punzantes y blancas, de corola apretada, el perfil de un cuello esbelto, lechoso, la boca de labios bien dibujados, sensuales, la nariz recta, los ojos... No había ojos, se le suponían, se intuían, se adivinaban en el aparente sombreado de los párpados inferiores y allí acababa el dibujo, clausurado por el telón de un borde que oficiaba de censura... No más allá... El incógnito total... Un rostro femenino entrevisto fugazmente, como detrás de una celosía o bajo el ala de una pamela... La modelo no deseaba ser identificada al mostrar su cuerpo desnudo... Un cuerpo hermoso, inocente, fresco y juvenil, pero desnudo, revelando lo que la ropa cubre habitualmente...

Me quedé fascinado contemplándola, ya que por primera vez descubría en aquel pobre hogar, algo fuera de lo corriente, que destacaba, que llamaba la atención, que hablaba sin voz de un tiempo pasado, de una vida, que yo desconocía pero que no debió ser tan anodina como la fantasmal presencia de la anciana había parecido indicar.

-¡Ay, picarón, picarón, ya veo por dónde va usted!... ¡Es que los hombres!...¿A que se quiere quedar con eso?, bueno, pues quédeselo, que le hará un favor a la muerta y todo, porque como se lo lleve el señor Tobías, luego el barrio entero dirá cosas raras...

-¿Ella nunca le contó nada de este dibujo, de esta fotografía?

-¿Qué iba a contarme, hombre de Dios?... De cosas así nadie cuenta nada cuando se tienen y se cuelgan de las paredes.

Preferí guardar silencio mientras la portera se encaramaba en una silla para descolgar el retrato, que me entregó como el que se desprende de un impedimento.

-¡Aquí la tiene, toda para usted!...

Abandoné el piso con la desagradable sensación de que robaba algo muy precioso, y que, desde luego, no me pertenecía aunque me lo hubiesen adjudicado a dedo, pero era mejor que yo lo tuviese a que cayera en las manos del trapero del barrio.

Coloqué el cuadro en mi sala de trabajo, justo detrás de los ordenadores, y así, de vez en cuando, levantaba la mirada y podía contemplar a la joven fragmentada.

El marco estaba algo desportillado mas no lo cambié, tal cual mi vecina lo había tenido, yo lo conservaba. Y, cosa curiosa, igual que ella, era la única imagen que adornaba las paredes de la habitación, claro que en mi caso tenía la excusa de que con tres pantallas de monitor encendidas simultáneamente la mayoría de la veces, el horror al vacío quedaba de pleno compensado. Ahora, yo si tenía unas cuantas fotos desperdigadas por el resto de mi vivienda y algún pequeño cuadro, litografía o algo semejante, y también un par de posters, pero todo eso carece de importancia porque no estoy hablando de mí.

La desconocida del extraño retrato me obsesionaba, aunque no de una manera enfermiza: la reproducción en blanco y negro de una chica joven y sana, un semi rostro bello y misterioso, indescifrable, me desbocaba la imaginación liberándola de códigos herméticos y descansaba mis pupilas de la fosforescencia cegadora de las pantallas.

¿Quién fue?, porque el retrato fotografiado podía ser intemporal, aunque, tal vez, sus buenos 30 o 40 años no se los quitaba nadie, ¿acaso la venerable anciana que había decidido morirse sentada en un sillón? ¿O me equivocaba, y la dama se transformaba en madre y la foto era de su hija, una hija única muerta en plena juventud, una hija que había decidido vivir su vida contra viento y marea?...

A ese respecto mi portera, con gran dolor de su corazón, no sabía absolutamente nada, sólo hacía cinco años que estaba en el inmueble, recordémoslo, y por otra parte, la muerta nunca debía haber sido una mujer demasiado sociable.

Yo contemplaba el retrato, fraccionado en tres secuencias y cuando más lo miraba menos lo entendía.

¿Por qué no un retrato de cuerpo entero, por qué dividido y aislado por piezas? ¿Qué faltaba en aquel retrato? ¿Qué se había querido ocultar, distorsionar, encubrir?

En ocasiones me recordaba una mariposa inmovilizada en el fondo de su aséptica caja, bajo la tapa del cristal, embalsamada, desconectada de todo... Aquí no había alas de vivos colores, sólo un cuerpo luminoso, resaltando sobre el fondo oscuro, y éste a su vez, contrapuesto en tres bloques sobre la cartulina blanca que le servía de soporte... Una muchacha adorable, desarticulada, y el dibujo a lápiz era muy bueno lo que revelaba la mano de un experto...

De nuevo la pregunta, ¿quién?

¿Fue ella misma, mi vecina, en otra época, en otro tiempo, la artista, o, tal vez la autora de la foto? ¿Una fotógrafo profesional? ¿Una profesora de dibujo?

¿En qué trabajó?

¿Y con su vida, que hizo?...

¿A quién amó?

¿A quién pudo amar, saltando por encima de las conveniencias sociales... o, tal vez, vaya usted a saber, de los tabúes?

Y aquel souvenir horrible de celuloide, con la base vuelta a recomponer con pegamento, ¿de qué discusión de enamorados había sido testigo, cuál era su secreto: dos figuritas, un recuerdo?

Una casa sin cuadros, sin un miserable calendario sobre la nevera de la cocina, borrada toda huella de identidad, ni siquiera un álbum de fotos que sirviese de referencia, ni la del carnet, requisada con otros papeles que servirían para acabar de desarraigarla totalmente del mundo de los vivos. Y su nombre, del que por fin me había enterado un día, tan común que repetíase entre los millones de mujeres que hay en este país...

Nadie...

¿Había existido acaso?

Yo nunca la vi, y al final tampoco, un bulto exiguo, (el cadáver frágil de un pájaro de cuerpo pequeño y alas extendidas), cubierto con una sábana, un ataúd de roble de buena madera barnizada, plazo mensual de una larga cuota que incluía el nicho, esa última morada, y el adiós definitivo...

Nada...

Sólo un retrato, la muchacha joven, lunar, que mostraba su cuerpo como una sonrisa de bienvenida...

El misterio de la muchacha desnuda y disgregada en tres bloques sucesivos: soy yo, rostro, cuello, pechos, brazos, caderas, muslos, sexo...

Pero, ¿quién eres tú? O, mejor expresado, ¿quién fuiste tú?

¿Qué leyenda podría crecer en torno tuyo, envolviéndote como la hiedra, a ti, estatua mutilada, en un jardín de sombras?

A veces creía que sus ojos, aquellos ojos suyos intuidos, presentidos, ocultos, me espiaban, pero no era cierto, la misma ilusión óptica que ofrece Monna Lisa...

Cierta noche, sentí maullar en el rellano, y pensé, porque me hallaba absorto en mi trabajo: el gato quiere entrar en su casa, así, durante un par de segundos, luego desperté de mi abstracción comprendiendo que el gato había vuelto, y entonces también advertí que no maullaba ante su puerta sino frente a la mía.

Me levanté y fui a abrir, y allí estaba él sentado sobre los cuartos traseros, con su ancha cabeza y su cuerpo raquítico, con sus ojos grandes e inteligentes, llenos de vida. Se acercó al bajo de mis pantalones y empezó a frotarse mientras ronroneaba.

(Desaparecido después del fallecimiento de su dueña, he de reconocer que a ninguno se le había ocurrido el dedicarle ni tan siquiera un pensamiento.)

-Hola, amigo -dije en un susurro, y él, como quien sabe muy bien lo que se hace, avanzó una pata, luego la otra, y tranquilamente, sin la menor vacilación, penetró en su nuevo hogar.

31.3.2000

 

5 FINESTRA DE CAN BELL
Ventana de Can Bell