5 FINESTRA DE CAN BELL
Ventana de Can Bell


Aloysius Jeremy Worcester-Stampleton III, AJ para los amigos, lanzó gozoso al aire una espléndida bocanada de humo, aspirada con deleite y satisfacción del excelente puro habano que se estaba fumando. Le gustaba ver el humo danzando como una bailarina tailandesa, mientras se disgregaba voluptuoso en el aire, nada de esos groseros anillos de taberna que algunos de sus colegas del club de tenis gustaban mostrar como un resabio de aquellos tiempos lejanos en los que empezaban a labrarse un porvenir, bien en los campos de petróleo de Texas, bien en la dura jungla de las calles de Chicago y no vendiendo diarios, precisamente.

Para AJ W-S III, resultaba innecesario saber hacer groseros anillos de humo, ni envidiaba tampoco semejante habilidad, él era rico por herencia, ese III lo proclamaba muy a las claras, y resultaba suficiente, además, poseía un gusto exquisito, alabado por todos los anticuarios de Nueva York, y ellos entenderían de eso, digo yo.

AJ fumaba habanos de lo más selecto, AJ se vestía a medida en Dufour & Lavalliere los sastres parisinos afincados en la ciudad de los rascacielos, AJ se había casado con una princesa rusa exiliada, de eso hacía más de diez años, y ahora que ella estaba tomando las aguas, (para ser exactos, llevaba ya seis meses tomándolas), en un balneario europeo de difícil nombre, él exhibía triunfalmente por todas partes a su nueva "protegida" la encantadora rubia platino, señorita Honey Duncan, starlette con ambiciones de prima donna cinematográfica y a la cual, AJ se proponía introducir en el mismísimo Hollywood a lo grande, sobre todo en aquellos momentos en que la denominada "Meca del cine", así la empezaban a llamar, se estaba convirtiendo en un negocio de lo más rentable gracias a estrellas como la chica sueca y el pobre Valentino. AJ...

¿Para qué seguir si AJ lo conseguía todo, todo cuanto un ser humano puede comprar teniendo un buen talonario de cheques en la mano?...

Hasta había mandado construirse una mansión de ensueño, en Martha´as Vineyard, copia perfecta de un determinado palazzo veneciano del cuattrocento, para admiración y envidia de propios y extraños. Él, seguro de su acierto infalible a la hora de escoger nombres, lo había bautizado como LA GIOCONDA, y se había quedado tan ancho. (Huelga añadir, que, en uno de los salones de su palacete había dos cuadros, auténticos, de micer Leonardo).

La bailarina tailandesa dejó de retorcerse al contraluz, integrándose en la sutil perfección aérea de la nada. AJ sonrió satisfecho mirando sin ver el magnífico paisaje que se divisaba desde el ventanal de la sala del homenaje, reconvertida en living room mutante o almoneda de anticuario.

-Well, well, well! -exclamó visiblemente complacido en tanto sacudía negligente el habano ensuciando con su ceniza la seda brillante de una preciosa y carísima alfombra china que extendíase bajo sus pies.

Y era para decir well, desde luego. El hombre que lo tenía todo iba a sumar otro tesoro a sus arcas. Aquella misma tarde le traían a LA GIOCONDA, una última y maravillosa adquisición.

¿Cuál, si puede saberse?, se preguntarán ustedes. Nada más fácil. Aloysius Jeremy Worcester-Stampleton III, se había comprado una ventana... Sí, sí, lo que oyen, una ventana, una ventana extraída de la vieja Europa, y transportada, descompuesta por piezas, igual que un puzzle, (como muchos años después lo serían los colosos de Abú-Simbel), una ventana gótica o algo que sonaba igual. Él la había visto en una foto de catálogo y quedó prendado, más que nada porque le recordaba otra dibujada en un cuento que, cuando era pequeño, le leía todas las noches su nanny inglesa.

¡Qué cuento más emocionante, desde luego, ya no se escribían cuentos como aquellos ni se dibujaban a plumilla ventanas semejantes!... A los 40 años cumplidos y la ventana del cuento seguía siendo todavía su asignatura pendiente...

Volver a ser niño de nuevo, ¡qué gozada!, salir del bosque de espinos, acercarse de puntillas al castillo y encontrarse con la ventana maravillosa de su lejana infancia...

Le apasionaba el misterio de esas ventanas mudas, infinitamente viejas y enigmáticamente sabias.

Y aquella era una ventana que conservaba en su memoria, como un reflejo en el agua, con todo lo que ello supone, así pues, cuando descubrió la del catálogo fue lo mismo que si hubiera buceado en el interior de un lago misterioso, encontrándose de pronto con el campanario de la iglesia sumergida.

La ventana del cuento pertenecía a cierto castillo embrujado, ¡faltaría menos!, y, por consiguiente, estaba hechizada apresando entre sus bajorrelieves a los protagonistas que aguardaban, durmiendo el sueño de la piedra, a que alguien, el desencantador de turno, príncipe, pastor, o inocente doncella, cumpliese con su legendario deber...

La ventana del catálogo era hermosísima y real, sobre todo eso, completamente real; la podría tocar, palpar, acariciar, igual que tocaba, palpaba y acariciaba sus otras reliquias conseguidas a precio de oro: los jarrones de alabastro, las porcelanas de Dresde, el ajedrez árabe tallado amorosamente en marfil pieza a pieza y colocado sobre peana de plata vieja en tablero de mármol a dos colores, las esculturas del período helenístico que adornaban rincones estratégicos de su mansión, el rosario de ámbar del siglo XIV, los brazaletes de la reina Balkis, el ceñidor de Helena de Troya, los... Bueno, había muchas más obras de arte que contemplar y manosear con el legítimo orgullo del amo, que no del coleccionista entendido. AJ siempre pensaba que los demás, desde tiempo inmemorial, habían trabajado para él, escultores, orfebres, artesanos de toda laya, pintores, incluso arquitectos, para él y sólo para él, sin saberlo ellos, claro, mas sus vidas no habían tenido otro objeto mejor, sólo el de abrir los ojos a este mundo dispuestos a crecer y trabajar para que un día lejano, alguien, Aloysius Jeremy Worcester-Stampleton III, pudiera disfrutar de su esfuerzo y de su arte, lo cual era muy justo, porque había pagado mucho dinero por ello, así que en paz.

La ventana del catálogo era una auténtica perla, eso que llaman por ahí la joya de la corona. Construida con piedra color hueso, la preciosidad aquella mostraba, en su parte superior, una especie de friso con dos cuadrúpedos alados custodios de una especie de flor de lis, o algo semejante, que se unía, por medio de un tallo y una forma trabajada, al relieve flamígero que hacía las veces de telón alzado sobre la ventana propiamente dicha, y a ambos lados, como un par de vigilantes, dos ángeles de postura inverosímil, con sus alas y todo, y debajo, colgando del relieve, el adorno de cuatro cabezas, como cuatro borlas fijas, que flanqueaban dos medallones con rostro de querubín o similar.

Se suponía, que la ventana, en tiempos remotos, no poseía cristales, pero en éstos, mucho más prácticos, aparecía en el catálogo mostrándolos, azules, ya que reflejaban el cielo con un punto difuso de luz que era el sol; la ventana en su lugar de origen, ¡vaya usted a saber cuál!

¡Qué ventana más deliciosa!, en cuanto se la instalaran en LA GIOCONDA, nadie más que él iba a saborearla porque sería suya, de su exclusiva propiedad, y, como un amante celoso, estremecíase de placer ante la perspectiva de aquella posesión tan legal e indiscutible.

Incluso tenía escogido ya, sin ninguna duda, el lugar en donde la instalarían esa misma mañana, su propio dormitorio, substituyendo la ventana original, bonita sí, pero que no le llegaba, a la que estaba en camino, ni a la suela del zapato. Además, él tenía sus proyectos respecto a la ubicación de la nueva ventana, unos planes francamente estupendos, ¡ya lo creo!... ¡Seguro, seguro, que a nadie se le había ocurrido antes que a él, una idea tan excelente!

Well, well, well!, lógicamente, no lo iba a hacer con sus mismas manos, se comprende, y para eso estaba hoy allí, con objeto de supervisarlo todo in person, pues el ojo del amo engorda al caballo, prácticamente la divisa familiar que había convertido a un vendedor ambulante del medio oeste americano, en el fundador de la cadena de almacenes "compre ahora y pague mañana".

-¿Si, James?

Un mayordomo, típicamente inglés, acababa de hacer su respetuosa entrada en el salón.

-Como el señor me había dicho que le avisara en cuanto llegase la ventana...

Los ojos de AJ brillaron ilusionados.

-¿Ya la han traído?

-En efecto, señor.

-¿Y el equipo de instalación, ha venido también?

-Escoltándola, señor. No falta ni uno. Todos han sido muy puntuales, señor.

-¡Ya pueden serlo, les pago el 100 x 100 de lo que vale ese trabajo! -masculló AJ siguiendo la habitual línea de sus razonamientos, e instantes después corría impaciente escalinatas abajo, al encuentro de los recién llegados.

 

A las 4 de la tarde, en punto, la ventana había sido instalada con rapidez y precisión, batiendo un record que hubiera debido inscribirse en algún libro, de haberse hecho público.

AJ pagó generosamente, adjuntó propinas de magnate, y se quedó tan contento con su ventana, a la que contemplaba con ojos de enamorado; los demás, los miembros del equipo de especialistas contratado para la ocasión, se marcharon derrochando expresiones de gratitud y buenos deseos, pero sin comprender muy bien porque Aloysius Jeremy Worcester-Stampleton III, había hecho colocar la nueva ventana no de cara al exterior, en la fachada, como era lo lógico dadas sus características arquitectónicas y ornamentales, sino mirando hacia el interior del dormitorio como si éste fuera un amplio espacio abierto.

5.4.2000

 

6 PORTA VERMELLA A LES CORTS (No hay tregua)
Puerta roja en Les Corts (No hay tregua)