Mi
hermano Mustafá y mi hermana Fatme eran casi de la misma edad.
A lo sumo se llevaban dos años. Vivían muy unidos y compartían
todo lo que nuestro pobre padre anciano y enfermo les podía
facilitar. Cuando Fatme cumplió los dieciséis años, su hermano
le organizó una fiesta. Invitaron a todas sus amigas, prepararon
una exquisita merienda en el jardín y, al atardecer, la invitaron
a dar un paseo en una barca que habían alquilado y engalanado
para la ocasión. Fatme y sus amigas accedieron encantadas porque
hacía muy buen tiempo y la ciudad, especialmente en los atardeceres,
ofrecía unas vistas magníficas. Las chicas estaban tan a gusto
en la barca que convencieron a mi hermano para que remara mar
adentro. A Mustafá no le pareció buena idea, porque últimamente
había oído rumores de que se habían visto piratas por los alrededores.
No lejos de la ciudad, un cabo se adentraba en el mar. Las chicas
querían ir hasta allí para ver la puesta del sol desde aquel
lugar. Al dar la vuelta al cabo avistaron un velero cargado
con un gran arsenal de armas. Mi hermano, que era quien remaba,
temió lo peor y quiso dar la vuelta y volver a tierra. Realmente
sus temores se confirmaron, porque el velero inmediatamente
puso rumbo hacia ellos persiguiéndoles y, como llevaba más remeros,
les alcanzaron y navegaron un rato entre nuestra barca y tierra
firme. Entonces las chicas, al advertir el peligro, empezaron
a chillar, y a moverse, y a quejarse; Mustafá intentaba tranquilizarlas
sin éxito, para que se estuvieran quietas, ya que moviéndose
de un lado para otro hacían tambalear la barca. No pudo evitarlo,
cuando el velero se les acercó, las chicas se precipitaron hacia
la popa y volcaron.
Mientras,
desde tierra firme se habían percatado de lo que pasaba y, como
que todos habían oído hablar de los piratas y aquel velero les
dio mala espina, ya habían empezado a salir barcas para ayudar
a la nuestra. Sólo tuvieron tiempo de recoger a los náufragos.
En la confusión del momento, el velero enemigo huyó. Los de
las barcas que habían ido a ayudarles no estaban muy seguros
de haberlos salvado a todos. Se acercaron para comprobarlo y,
¡ay!, vieron que faltaba mi hermana y una de sus amigas, además,
descubrieron que en las barcas había un forastero que nadie
conocía. Ante las amenazas de Mustafá, el forastero les dijo
que era un miembro de la tripulación del velero, que fondeaba
a unas dos millas al este de aquella zona, y que, al huir, sus
compañeros le habían dejado en la estacada mientras ayudaba
a rescatar del agua a dos chicas; también dijo que había visto
como se las llevaban en el velero.
El
dolor de nuestro anciano padre no tenía límites, y Mustafá también
estaba tan desconsolado que se quería morir, porque además de
perder a su querida hermana y sentirse culpable por ello, la
otra compañera de aquella fatalidad era su amiga Zoraide, cuyos
padres se habían comprometido a dársela por esposa. Sólo nuestro
padre no se había decidido aún por este compromiso, porque los
padres de ella eran de origen humilde.
Sin
embargo, nuestro padre era un hombre fuerte y, en cuanto estuvo
algo repuesto del disgusto, hizo comparecer a Mustafá a su presencia
y le dijo:
—Tu
insensatez me ha robado el consuelo de mi vejez y la alegría
de mis ojos. Vete para siempre de esta casa, te maldigo a ti
y a tus descendientes y únicamente quedarás libre de la maldición
de tu padre si me devuelves a Fatme.
Mi
hermano no se esperaba esto; antes ya había decidido solicitar
la bendición del padre, pero ahora debía salir a correr mundo
con el lastre de su maldición. Y, si al principio la desesperación
le angustió, más tarde, todas aquellas desgracias, que no se
merecía, también le hicieron más valiente.
Fue
a ver al pirata prisionero y le preguntó que rumbo llevaba el
velero. Averiguó que comerciaba con esclavos y que tenían por
costumbre ir al gran mercado de Basora.
Al
volver a casa a hacer los preparativos para ir hacia allí, pareció
que nuestro padre se había calmado un poco, porque le hizo llegar
una bolsa cargada de oro para el viaje. Mustafá se despidió
llorando de los padres de Zoraide, así es como se llamaba su
amada prometida, y se encaminó hacia Basora. Mustafá viajó por
tierra, ya que desde nuestra pequeña ciudad no había ningún
velero que hiciese el trayecto directo a Basora. Es por esta
razón que el viaje a Basora, para poder atrapar a los piratas,
fue bastante duro. Al llevar un buen caballo y poco equipaje,
calculó llegar a aquella ciudad al final del sexto día. Pero
el cuarto día, hacia el atardecer, mientras hacía camino completamente
solo, le atacaron tres hombres por sorpresa. Como sea que éstos
eran fuertes e iban muy bien armados, y mi hermano amaba más
la vida que el dinero y el caballo, les dijo gritando que se
lo daría todo. Aquellos hombres descendieron de los caballos
y le ataron los pies por debajo del vientre del caballo, dejándole
encima inmovilizado, tiraron de las riendas y, se pusieron al
trote sin mediar palabra.
A
Mustafá, le embargó una sorda desesperación, porque todo indicaba
que se iba cumpliendo la maldición de su padre. ¿Cómo se las
arreglaría para rescatar a su hermana y a Zoraide si le robaban
lo que tenía, y ya bastante trabajo tendría para liberarse él
mismo? Cuando llevaban aproximadamente una hora cabalgando,
Mustafá y sus silenciosos acompañantes, se adentraron en un
pequeño valle transversal, donde una hierba verde y esponjosa
y un riachuelo que discurría en medio invitaban a la paz. Vio
montadas, como mínimo, unas quince o veinte tiendas. Tenían
atados los caballos y camellos en sus estacas. De una de las
tiendas salía el sonido claro de una cítara y de dos agradables
voces masculinas. A mi hermano se le ocurrió que gente capaz
de escoger un paraje tan bonito y agradable, no podía albergar
malas intenciones contra él. Y, cuando los que le hicieron prisionero
le desataron y le indicaron con señas que desmontara y les siguiese,
lo hizo sin ninguna clase de temor. Le llevaron hasta una tienda,
la más grande de todas, que por dentro casi era elegante. Almohadones
con magníficos bordados en oro, vistosas alfombras, ceniceros
dorados que delataban una vida anterior de placeres y de riqueza,
estaban expuestos como atrevidos botines de ladrón. En uno de
los almohadones, estaba sentado un hombre vetusto, de poca estatura,
feo, la piel casi negra y brillante, y con una mueca que le
sesgaba la boca y los ojos dándole un aire de socarrón astuto
y un aspecto odioso. Con todo, el hombre se daba importancia.
Pero, Mustafá se dio cuenta enseguida de que la tienda no estaba
tan ricamente adornada precisamente para aquel chiquilicuatro
y la conversación, que mantuvieron los que le habían traído
y aquel hombre, se lo confirmó.
—¿Dónde
está el Mayor? —preguntaron al bajito.
—Está
de cacería —respondió el otro—; pero me ha encargado que le
guarde el sitio.
—Esto
no es nada prudente — replicó uno de los asaltantes—; porque
hay que decidir si este perro tiene que morir o pagar y esto
lo sabe mejor el Mayor que tu.
El
bajito se puso en pie, con la dignidad de su categoría, y alargó
el brazo para pegarle un sopapo, pero su contrincante sólo se
dejó llegar a la oreja con la punta de los dedos. Cuando vio
que se había molestado por nada, el Enano empezó a insultarle
y, en verdad que no fue él solo, el culpable de que la tienda
retumbase. En aquel momento se abrió la puerta de la tienda
y entró un hombre majestuoso, joven, de buena estampa como un
príncipe persa; sus armas y sus vestidos ricamente decorados,
la daga también adornada y la brillante espada, estrecha y lisa;
pero los ojos eran serios y sus maneras imponían respeto sin
llegar a infundir miedo.
—¿Quién
se atreve a pelearse en mi tienda? —dijo gritando a los desconcertados
hombres.
Tras
un largo silencio, uno de los que había capturado a Mustafá
le explicó cómo había ocurrido. El “Mayor”, como ellos le llamaban,
se puso como un energúmeno.
—¿Cuándo
te dije, que te instalaras en mi tienda, Hasan? —se dirigió
al Enano gritando y con una voz aterradora.
El
Enano se quedó tan encogido de miedo que todavía parecía más
bajito que antes y se escurrió hacia la puerta de la tienda.
Una contundente patada del Mayor hizo que el Enano saliera de
estampida.
Cuando
el Enano hubo desaparecido, los tres hombres llevaron a Mustafá
ante el señor de la tienda, que ya estaba sentado sobre uno
de los almohadones.
—Aquí
tienes a quien nos mandaste hacer prisionero.
El
Mayor se lo miró un buen rato y luego dijo:
—Bassa[i] de Suleika, tu conciencia te dirá porqué estas
ante Orbassan.
Al
oír esto mi hermano se echó al suelo y dijo:
—¡Señor!
¡Os equivocáis! ¡Soy un pobre desgraciado, pero no el Bassa
que tu buscas!
Todos
los que estaban en la tienda se sorprendieron al oír esto. Pero
el señor de la tienda dijo:
—Te
servirá de muy poco hacer teatro, porque voy a traer a gente
que te conoce bastante bien.
Entonces
mandó a buscar a Zuleima. Se trataba de una mujer anciana que,
cuando le preguntaron si mi hermano era el Bassa de Suleika, respondió:
—¡Ya
lo veo! —Y lo juró sobre la tumba del Profeta— Es el Bassa y nadie más.
—¿Lo
ves infeliz? Tu argucia se ha deshecho como la nieve en el desierto—
dijo el Mayor enfadado—. ¡Eres tan miserable que ni tan siquiera
voy a ensuciar mi daga con tu sangre, pero mañana por la mañana
haré que te aten a la cola de mi caballo y saldré contigo a
cazar por los bosques desde que salga el sol hasta que se ponga
tras los turones de Suleika!
Llegado
a este punto sí que mi hermano perdió su coraje.
—¡Es
la maldición de mi obstinado padre, que me va a conducir a una
muerte ignominiosa! —gritó llorando— ¡Tu también estás perdida,
querida hermana! ¡Tu también, Zoraide!
—Hacer
teatro no te va a servir para nada —dijo uno de los ladrones,
mientras le ataba las manos a la espalda—. ¡Vamos, salgamos
de la tienda, que el Mayor ya se está mordiendo los labios y
mirando su puñal! ¡Si quieres estar vivo una noche más, salgamos!
Cuando
aquellos ladrones se disponían a salir de la tienda con mi hermano,
tropezaron con tres más que llevaban otro prisionero por delante.
Le hicieron entrar.
—Aquí
te traemos al Bassa,
tal como nos has ordenado —dijeron y le empujaron ante el almohadón
del Mayor.
Al
pasar por su lado, mi hermano tuvo ocasión de verle detenidamente
y, hasta él se dio cuenta de cómo se parecían. Sólo que el otro
era más moreno de cara y su barba era negra. El Mayor se sorprendió
de que apareciera otro prisionero.
—¿Quién
de vosotros dos es el auténtico? —preguntó, mientras miraba
a uno y a otro.
—¡Si
te refieres a quién es el Bassa de Suleika —respondió orgulloso el otro prisionero—, ese soy
yo!
El
Mayor se lo miró un rato con aquellos ojos serios y aterradores
y entonces hizo una seña para que lo llevasen fuera. Luego se
acercó a mi hermano, le cortó las ataduras con su daga y lo
invitó a sentarse a su lado, en los almohadones.
—Siento
en el alma haberte tomado
por este monstruo —le dijo—, puedes agradecerlo a una jugada
providencial del cielo que, en el momento en que el fin de aquel
malvado estaba decidido, te ha puesto en manos de mis compañeros.
Mi
hermano le pidió un único favor: que le dejase marchar inmediatamente,
ya que cualquier demora podía ser fatal. El Mayor quiso informarse
de aquel asunto tan urgente y, cuando mi hermano se lo explicó
todo, le convenció que se quedase en su tienda aquella noche.
Tanto al caballo como a él, les convenía descansar. Al día siguiente
le mostraría un atajo, que en un día y medio le llevaría a Basora.
Mi hermano se quedó, le obsequiaron de forma exquisita y durmió
plácidamente en la tienda del ladrón hasta el día siguiente.
Cuando
se despertó, estaba solo en la tienda, pero oyó las voces del
Mayor y del hombre de piel oscura, al otro lado de la cortina
de la tienda. Espió un poco y oyó asustado que el Enano aconsejaba
al otro que matara al forastero porque, si le dejaban marchar,
los podía traicionar a todos.
Mustafá
enseguida se dio cuenta que el Enano le guardaba rencor, por
haber sido la causa de que lo tratasen de aquella forma tan
desagradable, el día anterior. El Mayor reflexionó unos momentos.
—No
—dijo—, es mi huésped y para mí la hospitalidad es sagrada.
Además, no me da la impresión de que nos vaya a traicionar.
Dicho
esto, apartó la cortina y entró.
—¡La
paz sea contigo Mustafá! —dijo—. ¡Vamos a desayunar y preparémonos
para salir!
Obsequió
a mi hermano con una jarra de sorbete y, cuando hubieron bebido
los dos, prepararon los caballos y Mustafá, que estaba sumamente
contento, montó en el caballo de un salto. El Mayor explicó
a mi hermano que aquel Bassa,
que habían capturado, les había prometido que se podían quedar
en su territorio sin peligro pero que, al cabo de unas semanas,
algunos de sus hombres más valientes habían sido capturados
y, después de infringirles torturas horripilantes, los habían
colgado. Había esperado mucho tiempo para poder atraparlo y
ahora debía morir. Mustafá no se atrevió a poner objeción alguna,
porque ya había salvado su piel por los pelos.
A
la salida del bosque, el Mayor detuvo el caballo, indicó el
camino a mi hermano, le alargó la mano para despedirse y dijo:
—Mustafá,
has un sido huésped poco corriente del ladrón Orbassan; no te
voy a pedir que no expliques lo que has visto u oído. Has sufrido
injustamente el temor a morir y me siento culpable por ello.
Toma esta daga como recuerdo y, si te encuentras en apuros,
házmela llegar y vendré inmediatamente en tu ayuda. Esta bolsa
te puede ser útil para el viaje.
Mi
hermano le dio las gracias por aquella generosidad; cogió la
daga, pero rehusó la bolsa. Entonces Orbassan le volvió a estrechar