Mi
padre tenía una pequeña tienda en Basora. No era ni rico ni pobre
y era una de aquellas personas que no arriesga nada fácilmente,
por miedo a perder lo poco que tenía. Me educó de manera recta y
sencilla, hasta el punto de que, cuando caminábamos juntos, dejaba
que le diera la mano. Se murió justo cuando yo acababa de cumplir
los dieciocho años y después de realizar su operación más arriesgada;
en realidad murió a causa del disgusto que se llevó por haber confiado
mil piezas de oro al mar. Poco después tuve que admitir que había
sido una suerte que hubiese muerto porque, al cabo de pocas semanas,
corrió la noticia de que se había hundido el velero que transportaba
las mercancías de mi padre. De todas formas, mi empuje juvenil no
podía rendirse por este contratiempo. Convertí en dinero todo lo
que mi padre me había dejado y salí a probar suerte en cosas desconocidas,
acompañado sólo de un viejo sirviente de mi padre que, por fidelidad,
no quiso separarse de mí ni de mi destino.
Embarcamos en el puerto de Basora con viento favorable. El velero se dirigía
a la India. Levábamos ya quince días navegando por las rutas de
costumbre, cuando el capitán nos anunció que se aproximaba una tempestad.
Se le veía muy asustado, y daba la impresión de que no estaba suficientemente
familiarizado con las rutas de aquellos parajes, como para tener
que habérselas con una tempestad. Hizo arriar todas las velas y
avanzábamos muy despacio. Llegó la noche; era clara y fría, y el
capitán creyó que ya habíamos burlado la tempestad. De repente vimos
un velero, que no habíamos visto antes, balancearse navegando junto
a nosotros. De la cubierta resonaban gritos y alaridos, cosa que
a mi no me sorprendió en absoluto en aquellos momentos de pánico,
si se tiene en cuenta que se nos aproximaba una tempestad. Pero
el capitán, que estaba a mi lado, empalideció como un cadáver.
—¡Mi velero está perdido! —gritó— ¡En aquel velero viaja la muerte!
Antes de que le pudiese preguntar por qué había pegado aquel grito tan extraño,
los marineros también se pusieron a gritar y dar alaridos.
—¿Lo habéis visto? —gritaban— ¡Estamos perdidos!
Entonces el capitán nos mandó leer unas plegarias de consuelo del Corán y
se puso al timón, ¡pero no nos sirvió de nada! La tempestad se enfurecía
por momentos y, cuando aún no había transcurrido una hora, nuestro
velero se partió y se detuvo. Echamos al agua los botes salvavidas
y, acababan de saltar los últimos marineros cuando, el velero se
hundió ante nuestros ojos y me quedé en el mar como un mendigo.
Sin embargo, las desgracias aún no se habían terminado. La tempestad
arreció de manera espantosa; ya no podíamos gobernar el bote. Yo
había agarrado fuertemente a mi sirviente y lo llevaba a rastras,
y nos juramos que nada nos separaría. Por fin se hizo de día. Pero
cuando empezó a clarear, el viento nos cogió desprevenidos y nos
volcó el bote. Jamás he vuelto a ver a ninguno de aquellos marineros.
El golpe me dejó aturdido y cuando recobré el sentido encontré a
mi pobre anciano y leal criado, que me había salvado del naufragio,
y había ido tirando de mí.
Después de la tempestad llegó la calma. De nuestro velero, no quedaba ni rastro;
afortunadamente, sin embargo, vimos a otro velero no muy lejos,
que las olas empujaban hacia nosotros. A medida que nos íbamos acercando,
lo reconocí. Era el mismo que navegaba junto a nosotros la noche
anterior y que dejó al capitán tan atemorizado. Aquel velero me
dio un miedo muy extraño; las palabras del capitán, su pánico, el
vacío del velero de donde, pese habernos aproximado tanto y de haber
gritado fuertemente, no pudimos oír a nadie que diese señales de vida. Pese a todo, era nuestro único
medio posible de salvación, por eso dimos gracias al Profeta por
habérnoslo enviado.
Una larga cuerda de amarraje colgaba de la proa del velero. Bogamos en aquella
dirección con pies y manos
para podernos sujetar en ella. Al fin lo conseguimos. Grité otra
vez, pero el velero continuó en silencio. Entonces trepamos por
la cuerda; como sea que yo era el más joven de los dos, pasé el
primero. Pero, ¡me quedé patitieso! ¡Qué espectáculo vieron mis
ojos al llegar a cubierta! El suelo estaba rojo de sangre; allí
había unos veinte o treinta cadáveres vestidos a la turca; en el
centro se podía ver a un hombre de pié, ricamente vestido, con el
sable en la mano, pero con la cara pálida y desencajada y un largo
clavo, atravesando su cabeza, clavado en el palo mayor; también
estaba muerto. Me quedé petrificado de terror, casi no me atrevía
a respirar. Cuando llegó mi compañero, también se horrorizó con
todo aquello que se le aparecía sobre cubierta, sin alma viviente,
y lleno de cadáveres horribles. Por fin, nos atrevimos a avanzar
en medio de aquel angustioso panorama que el Profeta nos había enviado.
A cada paso que dábamos, mirábamos a nuestro alrededor por si se
presentaba algo nuevo y aún más horroroso, si cabe. Pero todo estaba
inmóvil. Total, que los únicos que se movían éramos nosotros y el
océano. No nos atrevimos a abrir la boca, por miedo a que el capitán
muerto, y colgando del palo mayor, moviera aquellos ojos abiertos
de par en par y nos mirase, o que uno de los muertos moviese la
cabeza. Por fin llegamos a la escalera de la bodega. Nos detuvimos
y nos miramos sin mediar palabra, porque ninguno de los dos se atrevía
a decir lo que pensaba.
—Ay, señor —me dijo mi fiel criado—, aquí debe haber ocurrido algo terrible.
Si abajo también esta lleno de muertos, prefiero rendirme sin condiciones
a tener que quedarme entre cadáveres.
Yo pensaba como él; sacando fuerzas de flaqueza bajamos expectantes. También
allí reinaba un silencio mortal y sólo se oía el eco de nuestros
pasos en la escalera. Nos detuvimos en la puerta del camarote. Agucé
el oído y escuché: no se oía nada. Abrí la puerta: el lugar ofrecía
un aspecto desordenado. Vestidos, armas y otros enseres estaban
desparramados por todas partes. No había nada en su sitio. La tripulación
o, como mínimo, el capitán debía haber agarrado una buena borrachera
porque todo se hallaba revuelto. Continuamos pasando de un lado
a otro y de camarote en camarote. Por todas partes había refinadas
provisiones de seda, perlas, azúcar y cosas así. Me alegré de ver
todo aquello ante mí, ya que no había nadie en todo el velero, pensé,
que pudiese evitar que yo me apropiase de aquello; pero Ibrahim
hizo que me percatara de que estábamos muy lejos de tierra firme
para poder llegar allí solos, sin ayuda alguna.
Saboreamos la comida y bebida, que encontramos en abundancia, y, al terminar,
subimos otra vez a cubierta. Pero se nos pusieron los pelos de punta
al ver de nuevo a todos aquellos muertos. Decidimos deshacernos
de ellos y lanzarlos por la borda, pero nos moríamos
de miedo al comprobar que no podíamos mover ni uno de ellos
del lugar en que estaba.
Estaban en el suelo como si estuviesen pegados; tendríamos que haber arrancado
el suelo para poderlos sacar y, aún así, habríamos roto las herramientas.
El capitán tampoco se dejaba despegar
de su palo mayor; no le pudimos quitar el sable que tenía cogido
con la mano rígida.
Pasamos el día amodorrados reflexionando sobre nuestra situación y cuando
empezó a oscurecer, dejé que Ibrahim se fuese a dormir y yo quise
quedarme en cubierta para vigilar si alguien venía a salvarnos.
Pero al salir la luna, y estaba calculando que deberían ser las
once, me invadió una pasión de sueño tan irresistible que caí, sin
remedio, encima de un tonel que había en cubierta. Aquello era más
bien aturdimiento que sueño, ya que oía claramente el golpear de
las olas en los costados del velero, y los crujidos y silbidos del
viento al rozar las velas. También me pareció que oía voces y pasos
en cubierta. Quería levantarme para ver que ocurría, pero una fuerza
invisible me lo impedía como si llevase grilletes en las articulaciones;
ni una sola vez puede abrir los ojos, pero las voces eran cada vez
más claras; parecía que toda la tripulación iba a la deriva por
la cubierta; de vez en cuando me llegaba una poderosa voz que daba
órdenes, y también oía izar y arriar cuerdas y velas. Al mismo tiempo,
poco a poco, se me desvanecía la sensación de estar sumergido en
un sueño profundo, en el que aún podía oír ruido de armas, y me
desperté cuando el sol ya me quemaba la cara. Cuando me repuse miré
a mi alrededor; la tempestad, el velero, los muertos y lo que había
oído aquella noche se me presentaron como un sueño pero cuando lo
volví a mirar, lo vi todo como el día anterior: Los muertos estaban
inmóviles y el capitán, clavado al palo mayor, también. Me reí de
mi sueño y me fui a buscar a mi viejo.
Lo encontré muy preocupado sentado en el camarote.
—¡Ay, señor! —exclamó en cuanto entré— Preferiría estar en lo más profundo
del mar, que pasar otra noche en este velero embrujado.
Le pregunté cuál era el motivo de su aflicción y me contestó:
—Cuando llevaba unas horas durmiendo, me he despertado y he notado que alguien
corría de un lado para otro por encima del techo. Primero pensé
que erais vos, pero por lo menos debían ser veinte los que corrían
por allá arriba; también he oído gritos y alaridos, finalmente,
unos pesados pasos que bajaban la escalera. Entonces he perdido
el sentido y sólo he vuelto en mí unos instantes, en un par de ocasiones,
y ha sido cuando he visto al hombre, el que hay arriba clavado al
palo mayor, sentado al lado de aquella puerta cantando y bebiendo,
y le acompañaba aquel que esta en el suelo a su lado, con el vestido
escarlata.
Y esto es lo que me explicó mi anciano criado.
Podéis creerme amigos míos, yo no las tenía todas conmigo porque todo aquello
no era ninguna broma; también yo había oído a los muertos. Con aquella
compañía me resultaba horroroso navegar. Y mi Ibrahim volvió a caer
en profundas cavilaciones.
—¡Ya lo tengo! —exclamó por fin.
Recordó una oración que había aprendido de su abuelo, un hombre con experiencia
y que había viajado mucho, para ahuyentar los embrujos y los malos
espíritus, incluso, dijo, podía servirnos para evitar que la próxima
noche un sueño embrujado se apoderara de nosotros, siempre, que
recitásemos fielmente un versículo del Corán. El consejo de su abuelo
me gustó bastante. Aguardamos la noche con inquietud. Al lado del
camarote había una recámara y decidimos que nos refugiaríamos en
ella. Realizamos algunos agujeros en la puerta, los suficientes
para controlar todo el camarote; luego cerramos la puerta por dentro,
lo mejor que pudimos, e Ibrahim escribió el nombre del Profeta en
las cuatro esquinas del lugar. Así fue como esperamos la pavorosa
noche que se nos acercaba. Volvían a ser, aproximadamente, las once
cuando un sueño pesado se apoderó otra vez de mí. Por esta razón,
mi compañero me aconsejó que recitase unos versículos del Corán,
lo cual también me ayudó. De pronto pareció que los de arriba empezaban
a moverse; las cuerdas chasqueaban, los pasos recorrían la cubierta,
y se distinguían claramente diversas voces. Durante unos minutos
nos quedamos sentados en tensa atención, después oímos algo que
bajaba por la escalera del camarote. Al oírlo, el anciano empezó
a recitar aquella oración que su abuelo le había enseñado para ahuyentar
los malos espíritus y los hechizos:
Surgid
del tupido aire,
Emerged del profundo mar
Dormid en
la oscura tumba,
Escapad
del fuego,
Id ánimas
de Alá,
Volved con
vuestro amo.
Debo confesar que no creía demasiado en aquella oración, y se me pusieron
los pelos de punta cuando la puerta se abrió de golpe. Entró aquel
hombre impresionante y alto que había visto clavado en el palo mayor.
Aún tenía el clavo hincado en la frente, pero llevaba la espada
metida en la vaina; detrás de él entró otro con un vestido menos
ostentoso, a quien también había visto arriba tendido. El capitán,
porque indiscutiblemente lo era, tenía la cara pálida, una espesa
barba negra y los ojos salidos, con los que miró todo el camarote.
Le pude ver perfectamente cuando pasó por delante de nuestra puerta,
sin embargo, dio la impresión de que ni tan siquiera se fijaba en
la puerta que nos escondía.
Los dos se sentaron en la mesa que había en el centro del camarote, y hablaban
en voz alta y casi se gritaron en una lengua desconocida. Cada vez
gritaban más y con más pasión hasta que el capitán terminó dando
un puñetazo en la mesa, que retumbó por toda la estancia. Riéndose
a carcajadas, el otro saltó e hizo una seña al capitán para que
le siguiese. Éste se levantó, sacó la espada de su vaina y los dos
abandonaron el lugar. Nosotros respiramos aliviados cuando salieron,
pero el miedo que teníamos aún nos iba a durar bastante tiempo.
Arriba, en cubierta cada vez se oía más y más alboroto. Todo eran
correrías arriba y abajo, risas y alaridos. Al final, el ruido era
tan infernal que estábamos completamente convencidos de que la cubierta
nos iba a caer encima, con las velas incluidas; el fragor de las
armas, los gritos y, de repente, un profundo silencio. Cuando al
cabo de unas horas nos atrevimos a subir, lo encontramos todo como
antes; y ninguno de ellos estaba tendido en sitio diferente. Todos
estaban rígidos como la madera.
Y de esta forma pasamos muchos días en aquel velero; siempre iba en dirección
a Oriente, donde, según mis cálculos, debía haber tierra firme;
sin embargo, si bien es verdad que de día el velero recorría muchas
millas, daba la impresión que de noche volvía
a hacerlas todas en sentido contrario, porque siempre estábamos
en el mismo sitio cuando salía el sol. Todo esto no podía tener
otra explicación que la de que fueran los propios muertos los que
llevaran la nave a toda vela al punto de origen. Con objeto de evitarlo,
en cuanto oscureció, arriamos todas las velas e hicimos todo lo
que habíamos hecho la noche anterior en la puerta de la cabina:
escribimos el nombre del Profeta y la oración del abuelo en un pergamino,
y los atamos a los pliegues de las velas. Atemorizados, nos quedamos
esperando en la recámara a que todo saliera bien. Nos pareció que
aquella noche los fantasmas todavía alborotaban más; pero, escuchad,
al día siguiente las velas estaban otra vez arriadas tal como las
habíamos dejado nosotros. Estuvimos todo el día izando tantas velas
como hacían falta para navegar y, de esta forma, al cabo de cinco
días habíamos podido hacer un buen trecho de camino.
Finalmente, la mañana del sexto día descubrimos una estrecha franja de tierra
a lo lejos y dimos gracias a Alá y a su Profeta por nuestra extraordinaria
salvación. Aquel día y la noche siguiente navegamos en dirección
a alguna costa, y por la mañana del séptimo día nos pareció ver
una ciudad, no muy lejos; a duras penas, bajamos el ancla, que encontró
tierra enseguida, echamos al agua un bote que estaba en cubierta,
y remamos en dirección a aquella ciudad, tan deprisa como pudimos.
Al cabo de media hora llegamos a un río que desembocaba en el mar
y desembarcamos en su orilla. En la puerta de la ciudad nos dijeron
su nombre, y supimos que era una ciudad india que no quedaba muy
lejos de donde yo quería ir cuando me embarqué. Entramos en un campamento
de caravanas, donde estuvimos descansando de aquel viaje tan ajetreado.
Allí mismo supe que había un hombre sabio y prudente, el tipo que
yo andaba buscando, y que yo mismo había insinuado al hostelero.
Aquel hombre sabía algo de brujería. Me acompañó por unos parajes
alejados hasta una modesta casa, llamó con el picaporte, y me invitó
a entrar en ella con la indicación expresa de que sólo debía preguntar
por un tal Muley.
En la casa me recibió un hombrecillo anciano, con una barba gris y la nariz
larga, y me preguntó qué quería. Le dije que buscaba al sabio Muley
y me respondió que era él mismo. Entonces le pedí que me aconsejara
sobre qué debía hacer con los muertos y cómo debía apañarme para
sacarlos del velero. Me respondió que a la tripulación del velero
seguramente la habían embrujado en el mar a causa de alguna fechoría;
según él, para poderlos llevar a tierra, debía deshacer yo mismo
el embrujo; era un hecho que el velero con todo lo que había dentro
me pertenecía, ya que yo lo había encontrado, por decirlo de alguna
forma; por tanto, debía hacerlo en secreto y debería llevarle un
pequeño regalo de mis abundantes pertenencias y, a cambio, me ayudaría
a sacar los muertos con sus esclavos. Le prometí que le recompensaría
ricamente y, ayudado de cinco esclavos equipados con sierras y hachas,
nos pusimos en camino. Durante el trayecto, el mago Muley no cesó
de elogiar la idea que habíamos tenido de meter versículos del Corán
entre las velas. Nos dijo que aquel era el único medio posible para
salvarnos.
Ya casi era de día cuando llegamos al velero. Todos nos pusimos a trabajar
al momento y, al cabo de una hora ya teníamos a cuatro cadáveres
en el bote. Unos esclavos remaron hasta la costa para enterrarlos.
Cuando volvieron, nos explicaron que los muertos les habían ahorrado
el trabajo de enterrarlos, porque tan pronto los dejaban en el suelo,
se convertían en polvo. Nos apresuramos a despegar a los muertos
y, por la tarde, al anochecer, ya los habíamos llevado todos a tierra.
Ya no quedaba ninguno más a bordo, sólo el que estaba clavado en
el palo mayor. Intentamos sin éxito desclavar el clavo de la madera;
no existía fuerza capaz de moverle siquiera un pelo. No sabíamos
qué se podía hacer; no íbamos a arrancar el palo mayor para llevarlo
a tierra. Mientras estábamos atareados con todo esto, el mago se
puso a recitar hechizos secretos a la vez que desparramaba tierra
por la cabeza del muerto. Entonces, empezó a brotar sangre de la
herida que el clavo le había hecho en la cabeza; enseguida, pudimos
sacar el clavo con facilidad y el herido se desplomó en brazos de
uno de los esclavos.
—¿Quién me trajo aquí? —dijo cuando aparentemente se había repuesto un poco.
Muley me señaló a mí, y me acerqué— Gracias, desconocido forastero,
tu me has liberado de un largo suplicio. Hacía cincuenta años que
mi cuerpo navegaba con estas penas y que mi alma estaba condenada
a volver cada noche a este lugar, pero ahora mi cabeza ha tocado
tierra y puedo irme tranquilo a la casa del padre.
Le pedí que me explicase cómo había llegado a aquel horrible estado y dijo:
—Hace cincuenta años yo era un hombre poderoso y distinguido que vivía en
Argelia. La ambición para tener más beneficios me impulsó a organizar
un velero y salir al mar
a hacer de pirata. Estuve en este negocio durante un tiempo. Una
vez, en Zacint[i],
dejé subir a bordo un derviche que quería viajar gratis. Yo y mi
tripulación éramos gente ruda y no paramos atención a la santidad
de aquel hombre y, encima, estuve burlándome de él. Un día me riñó
santamente indignado por los pecados que había cometido y, aquella
noche, en el camarote, cuando mi timonel y yo estábamos completamente
borrachos, me cegó la ira; furioso por todo lo que me había dicho
el derviche, y que yo no había permitido me dijese jamás ni un sultán,
me precipité a cubierta y le clavé mi daga en su pecho. Moribundo,
nos lanzó la maldición, a mí y a mi tripulación, de que no podríamos
vivir ni morir hasta que no tocásemos tierra con la cabeza. El derviche
murió y nosotros le lanzamos al mar y nos burlamos de sus amenazas.
Pero sus palabras hicieron efecto aquella misma noche. Una parte
de mi tripulación se sublevó contra mí. Luchamos con una furia tremenda
hasta que mis secuaces se rindieron y yo acabé clavado en el palo
mayor. Los sublevados también sucumbieron a las heridas y mi velero
pronto se convirtió en una gran sepultura. A mí también me sacaron
los ojos, me aguanté la respiración y me quedé como si estuviese
a punto de morir, pero sólo era una rigidez que me tenía trabado.
La noche siguiente, a la misma hora en que nosotros habíamos lanzado
el derviche al mar, yo y mis secuaces nos despertamos; nos había
vuelto la vida, pero no podíamos decir ni hacer otra cosa que lo
que habíamos dicho y hecho la noche anterior. De esta forma hemos
navegado cincuenta años, sin poder vivir ni morir porque ¿Cómo lo
podíamos hacer para llegar a tierra? Cada vez navegábamos a toda
vela en medio de la tempestad, locos de alegría porque pensábamos
que finalmente embarrancaríamos en algún escollo y nuestra fatigada
cabeza podría descansar tranquila en el fondo del mar. No lo pudimos
conseguir. Por esto, moriré ahora. Os doy las gracias otra vez y,
por eso, ¡tomad el velero como prenda de mi gratitud!
Al terminar de hablar, el capitán inclinó la cabeza y expiró. De la misma
forma que había ocurrido con sus compañeros, también él quedó convertido
en polvo en aquel mismo instante. Lo recogimos en una arqueta y
la enterramos en tierra.
Hice que vinieran trabajadores de la ciudad para que me ayudaran a poner el
velero en condiciones.
En cuanto hube cambiado las mercancías que había en el velero por otras, con
gran beneficio, contraté marineros, obsequié espléndidamente a mi
amigo Muley, y puse el velero rumbo a mi patria. Durante el viaje
fui amarrando en un montón de islas y países y llevando género a
los mercados. El Profeta bendijo mis negocios. Al cabo de nueve
meses llegué a Basora el doble rico de lo que me había hecho el
moribundo capitán. Mis compatriotas se quedaron boquiabiertos con
mi fortuna y mi suerte, y pensaron que había encontrado el valle
de diamantes de Sindbad[ii] el Marino.
Dejé que se lo creyeran y, a partir de aquel momento, los jóvenes
de Basora, al cumplir los dieciocho años, han de salir al mundo
a buscar suerte. Desde entonces vivo en paz y tranquilidad, y cada
cinco años viajo a la Meca con objeto de dar gracias al señor de
la ciudad santa por su bendición, y para pedirle que acepte al capitán
y a su tripulación en el paraíso.
Al día siguiente, la caravana continuó el viaje sin contratiempos, y cuando
ya estabamos descansando en el campamento, Selim, el forastero,
dirigiéndose a Muley, el más joven de los mercaderes, empezó a decirle:
—Vos, que sois el más joven de todos nosotros, y que siempre estáis contento,
seguro que conocéis alguna buena historia. ¡Explicádnosla, y así
nos repondremos del calor que hoy ha hecho!
—De buena gana os explicaría alguna historia que os hiciera pasar un buen
rato—respondió Muley—, pero conviene que la juventud sea ante todo
modesta; por eso han de tener preferencia mis compañeros de viaje
mayores. Zaleukos está siempre tan serio y es tan introvertido,
¿no os parece que nos podría explicar qué es lo que le ha hecho
la vida tan seria? Quizás podríamos mitigar sus preocupaciones,
si es que tiene, ya que nosotros ayudamos al hermano aunque sea
de otra fe.
El interpelado era un mercader griego, un hombre de mediana edad, fuerte y
bien parecido, pero muy serio. Si bien era lo que llamamos un infiel
(no musulmán), sus compañeros de viaje le querían porque con su
conducta se había ganado su respeto y confianza. Por cierto, le
faltaba una mano y sus compañeros se figuraban que, quizás, esta
pérdida era la causa de su seriedad.
Zaleukos respondió a la ingenua pregunta de Muley así:
—Me siento muy honrado con vuestra confianza; de preocupación no tengo ninguna,
por lo menos ninguna en que me pudieseis ayudar con vuestra buena
voluntad. Pero, ya que Muley tiene ganas de hacerme perder la seriedad,
si es que soy más serio que los demás, os explicaré algo que lo
puede justificar. Ya habéis visto, que me falta la mano izquierda.
No es que me falte de nacimiento, sino que la perdí el día más horrible
de mi vida. Si tengo la culpa de ello, si lo hice mal, que sea más
serio desde el día en que quedé así, lo podréis juzgar vosotros
cuando hayáis oído La historia
de la mano cortada.