LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier
2007 Divulgación cultural

VIII

Una mujer, igualmente añosa, y que había sido la gobernanta del viejo cura, vino con prontitud a nuestro encuentro, y después de haberme hecho entrar en una sala baja, me preguntó si mi intención era conservarla.

Le respondí que yo la conservaría conmigo, tanto a ella como al perro y, también, a las gallinas, y a todo el mobiliario que su amo le había dejado a su muerte, lo que la hizo entrar en un estado de euforia. Por su parte, el abad Serapión pagó de inmediato el precio que ella pidió.

Arreglada mi estancia, el abad Serapión regresó al seminario. Por tanto, quedé solo y sin más apoyo que el mío propio. El recuerdo de Clarimonde volvió a obsesionarme y, a pesar de los esfuerzos que hice por rechazarlo, no siempre lo logré.

Una tarde paseando entre la alameda bordeada de boj del jardincillo, me pareció ver a través de la enramada una forma femenina que seguía todos mis movimientos, y el destello entre el follaje de dos iris verdes de mar; pero no era sino una ilusión; y tras pasar al otro lado de la alameda, no encontré nada más que la huella de un pies sobre la arena, tan breve que podía confundirse con la del pie de un niño. El jardín estaba rodeado por muy altas murallas; registré todas las esquinas y rincones, mas no había nadie. Jamás pude explicarme tales circunstancias que, por lo demás, no fueron nada comparadas con los extraños acontecimientos que me debían ocurrir.

Así viví más de un año, cumpliendo con exactitud las obligaciones de mi estado. Rezaba, ayunaba, consolaba y socorría a los enfermos, daba limosna hasta quedarme sólo con lo que satisficiera mis necesidades fundamentales.

Pero sentía en el fondo de mí una aridez extrema. Y las fuentes de la gracia se mantuvieron secas para mí. No gozaba de esa satisfacción que otorga el cumplimiento de una santa misión; mi ideal estaba más lejos, y las palabras de Clarimonde con frecuencia regresaban a mis labios como un refrán involuntario. ¡Oh, hermano, meditad bien en esto! Por haber levantado una sola vez la vista hacia una mujer, por una falta tan ligera en apariencia, padecí durante muchos años la agitación más miserable: mi vida se vio afectada para siempre.

No me detendré más en esta serie de desafíos y sobre estas victorias interiores, seguidas siempre de las recaídas más profundas, y pasaré de inmediato a una circunstancia decisiva. Una noche, tocaron con violencia a la puerta. La vieja ama de llaves fue abrir, y un hombre de piel morena, ricamente vestido, se recortó en el umbral a la luz del farol de Bárbara. Algo en su aspecto atemorizó al principio a la anciana, pero el hombre la tranquilizó y le dijo que había venido a buscarme para una tarea que incumbía a mi ministerio. Su dueña, una gran dama, se estaba muriendo, y deseaba un sacerdote. Entonces Bárbara le hizo subir. Yo ya iba a acostarme y le respondí que estaba presto a acompañarle. Tomé lo que era menester para la Extremaunción, y me di prisa en seguirle. Ante la puerta resoplaban impacientes dos caballos negros como la noche y un cándido humo surgía de sus narices. El hombre me ayudó a montar en uno de los dos corceles, y saltó sobre el otro, apoyando solamente una mano en la silla. Apretó las rodillas y dejó libres las bridas de su caballo, que partió como una flecha. El mío, cuya brida también sujetaba él, lo siguió, devorando el camino, y se mantuvo a la par que el suyo. Veía la tierra desaparecer bajo nosotros, gris y surcada: los perfiles oscuros de los árboles huían a los costados como un ejército en derrota. Atravesamos un bosque tan sombrío y gélido que me corrió por la piel un escalofrío de terror supersticioso. Las centellas, que las herraduras de nuestros caballos arrancaban a las piedras, formaban tras de nosotros una estela de fuego, y si alguien hubiera podido vernos a mí y a mi guía en aquella hora de la noche, nos habría tomado por dos espectros a caballo de un íncubo.

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© C. CARDONA GAMIO EDICIONES 2007 -EL SERIAL-