LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier
2007 Divulgación cultural

IX

La crin de los dos caballos se enmarañaba siempre más, arroyos de sudor corrían sobre sus flancos y resoplaban jadeantes, pero cuando los veía extenuarse, el escudero, para reanimarlos, daba un grito gutural, que no tenía nada de humano, y la carrera recobraba aun mayor furia. Finalmente se detuvo el torbellino: una sombra negra salpicada de luces se alzó inesperadamente ante nosotros. El paso de nuestras cabalgaduras resonó más estrepitoso sobre un piso ferrado, y pasamos bajo una siniestra arcada oscura que se abría entre dos inmensas torres. En el castillo reinaba gran agitación: bandadas de domésticos, antorcha en mano, atravesaban el patio en todas direcciones, y luces diversas salían y bajaban lentamente. De modo confuso pude entrever inmensas arquitecturas, arcadas, columnas, rampas, un conjunto de construcciones digno de un palacio real.

Un pajecillo negro, el mismo que me diera la esquela de Clarimonde y que reconocí al instante, me ayudó a bajar de la silla, y un mayordomo, vestido de terciopelo negro con una cadena de oro al cuello, vino hacia mí. apoyándose en un bastón de marfil. Gruesas lágrimas le corrían de los ojos sobre la barba blanca.

-¡Demasiado tarde, padre! -dijo, meneando la cabeza- Demasiado tarde. Pero si no hizo a tiempo para salvar el alma, venid al menos a velar su cuerpo.

Me tomó de un brazo, y me condujo a la cámara mortuoria. Yo lloraba tanto como él, porque había adivinado que la muerta no era otra que mi Clarimonde, tan desesperadamente amada. Había un relinatorio junto a la cama; una llama azulada, que rvolotaba en una pátera de bronce, iluminaba toda la estancia con su luz débil e incierta, y hacía parpadear en las sombras las esquinas de algunos muebles o de una cornisa. Encima de una mesa, en labrada urna, yacía una rosa blanca marchita, cuyos pétalos, menos uno que se mantenía aún, habían caído junto al vaso, como lágrimas perfumadas, un roto antifaz negro, un abanico, disfraces de todo tipo se hallaban dispersos por los sillones, y hacía comprender que la muerte se había presentado de repente y sin anunciarse en aquella lujosa mansión.

Me arrodillé, sin atreverme a mirar el catafalco que se encontraba en medio de la estancia, y me puse a recitar los salmos con fervor, agradeciendo a Dios haber puesto una tumba entro aquella mujer y yo, lo que me permitía citar en mi plegaria su nombre, ahora santificado. Pero poco a poco mi santo fervor disminuyó y comencé a fantasear. Aquella cámara no tenía nada de una cámara mortuoria. En vez del aire fétido y cadaverino que respiraba siempre en tales lugares, un lánguido perfume de esencias orientales, un no sé cuál afrodisíaco olor de mujer flotaba dulcemente en el aire tibio. La pálida luz de la estancia parecía más bien una iluminación sabiamente dispuesta para la voluptuosidad, que el lívido reflejo que de ordinario palpita cerca de un cadáver. Pensaba en el singular caso que me había hecho encontrar de nuevo a Clarimonde justamente en el momento en que la perdía por siempre, y un suspiro de pena escapó de mi pecho.

Me pareció sentir también un suspiro a mis espaldas, y me volví instintivamente. Era sólo el eco, pero en ese movimiento mis ojos cayeron sobre el catafalco que antes había tratado de no mirar.

 

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© C. CARDONA GAMIO EDICIONES 2007 -EL SERIAL-