CARMILLA - Autor Sheridan Le Fanu
2006 Divulgación cultural

8

Me acorde de aquel cuadro. Se trataba de una pequeña tela, sin marco, de forma cuadrangular y tan ennegrecida por el paso del tiempo que jamás pudimos contemplar a aquella Marcia Karstein, si es que en realidad se trataba de su retrato.

El restaurador exhibió la tela con evidente orgullo. Era una joven de rostro hermosísimo, y quedé asombrada por la viveza de su expresión. Pero lo que más me asombró fue su extraordinario parecido con Carmilla.

-¿Te das cuenta, querida? -le pregunté-. Esto es un verdadero milagro. Eres tú misma, viva y sonriendo. Sólo le falta hablar. ¿No te parece extraordinario? ¡Mira, papá! Tiene también un pequeño lunar en la garganta...

Mi padre esbozó una sonrisa y dijo:

-Realmente, es de un parecido extraordinario.

Pero, ante mi sorpresa, no prestó mayor atención al hecho y continuó su tarea con el restaurador. Por mi parte, sentía aumentar mi admiración a medida que contemplaba el retrato.

-¿Me permites que lo cuelgue en mi habitación, papá? -le pedí a mi padre.

-Desde luego, querida -dijo-. Me alegra que te guste. Debe ser más hermoso de lo que yo creía, si es que se asemeja tanto a tu amiga.

Carmilla no pareció haber oído el cumplido. Estaba retrepada en un sillón y me contemplaba fijamente con sus hermosos ojos, con la boca ligeramente entreabierta y sonriendo como en éxtasis.

-Ahora sí que puede leerse bien el nombre -dije-. No es Marcia. Parece escrito con letras de oro. El nombre es Mircalla, condesa de Karstein. Encima del nombre hay una pequeña corona, y debajo una inscripción: Anno Domini 1698. Yo desciendo de los Karstein.

-iAh! -exclamó lánguidamente Carmilla-. También yo creo que soy una descendiente lejana de esa familia. ¿Viven aún algunos de sus miembros?

-No creo que exista nadie que lleve el apellido. La familla quedó extinguida a raíz de la guerra civil, hace muchísimo tiempo. Las ruinas del castillo se encuentran a sólo unas leguas de aquí.

-Muy interesante -murmuró distraídamente Carmilla-. Pero, mira qué hermoso claro de luna tenemos hoy. -Miró a través de la entornada puerta -¿Y si fuésemos a dar un paseo?

-Esta noche me recuerda la de tu llegada -dije.

Carmilla suspiró, esbozando una sonrisa.

Se puso en pie y salimos al patio cogidas por la cintura. Anduvimos lentamente y en silencio hasta el puente levadizo. Ante nuestros ojos se extendía una hermosa llanura, bañada por la luz de la luna.

-¿De modo que recuerdas aún el día de mi llegada? -me susurró Carmilla al oído-. ¿Te alegra tenerme aquí?

-Soy muy feliz, querida Carmilla -respondí.

-Y has pedido que te dejaran colgar aquel cuadro en tu habitación -murmuró mi amiga, con un suspiro. Luego me apretó más estrechamente con el brazo que ceñía mi talle y apoyó su cabeza en mi hombro.

-¡Qué romántica eres, Carmilla! –exclamé-. Cuando me cuentes la historia de tu vida, estoy segura de que será como si me leyeras una novela de amor.

Me besó silenciosamente.

-Estoy convencida, Carmilla, de que has estado enamorada -proseguí-. Y me atrevería a afirmar que sigues preocupada por algún asunto amoroso.

-Nunca me he enamorado, y nunca me enamoraré -afirmó Carmilla-. A no ser que me enamore de ti...

A la luz de la luna, aparecía más hermosa que nunca. Tras dirigirme una extraña y tímida mirada, ocultó la cara en mi cuello, entre mis cabellos, respirando agitadamente; parecía a punto de estallar en sollozos y me apretaba la mano, temblando. Su mórbida mejilla quemaba contra la mía. Murmuró:

-¡Querida! Yo vivo en ti, y tú morirás en mí. ¡Te quiero tanto!

Me separé de ella. Carmilla me miraba ahora con unos ojos de los que habían desaparecido el fuego y la vida. Y como si saliera de un sueño, añadió:

-Regresemos. Vámonos a casa.

-Me parece que estás enferma, Carmilla; deberías tomar un vasito de vino -le dije.

-Sí, creo que sí. Ahora me encuentro mucho mejor. Dentro de unos minutos estaré completamente bien. Sí, tomaré un vaso de vino -y, acercándose a la puerta, añadió: Déjame mirar un instante; quizá sea la última vez que veo la luna contigo.

-¿De veras te sientes mejor, Carmilla? -pregunté.

Por un instante, temí que se hubiera contagiado de aquella extraña epidemia que azotaba la comarca.

-Papá se apenaría mucho si supiera que te encuentras mal y no lo dices. Nuestro médico es un hombre muy inteligente.

-Todos sois excesivamente buenos conmigo. Pero lo que yo tengo no es cosa de médicos. No estoy enferma, sino solamente un poco débil. El menor esfuerzo me deja agotada. Pero me recobro muy fácilmente. ¿Ves? Ya estoy bien.

Así lo parecía. Seguimos charlando durante un rato, y Carmilla se mostró muy animada. El resto de aquella tarde transcurrió sin que se produjera ninguna recaída en lo que yo llamaba su exaltación.

Las ardientes miradas de Carmilla, su modo absurdo de expresarse, me asustaban a veces, lo confieso.

Acompañé a Carmilla a su habitación, como de costumbre, y me quedé charlando con ella mientras se preparaba para acostarse.

-Creo que llegará un día -dije- en que tendrás una absoluta confianza en mí.

Se volvió, sonriente, pero no contestó.

-No contestas -le dije-, porque no puedes darme una respuesta satisfactoria, ¿verdad? No debería habértelo sugerido...

-Tienes perfecto derecho a hacerlo -replicó Carmilla-. Te quiero mucho, y te considero merecedora de recibir todas mis confidencias, puedes creerlo. Pero estoy atada a una promesa, más atada que una religiosa a sus votos, y no puedo hablar de mí, ni siquiera contigo. Pero se acerca el momento en que lo sabrás todo. Me juzgarás cruel y egoísta, muy egoísta, pero recuerda que el amor es siempre así. Cuanto más intensa es la pasión, más egoísta resulta. No puedes imaginarte lo celosa que estoy de ti. Tú has de venir conmigo; has de quererme hasta la muerte. O puede que me odies, da lo mismo. Pero ven conmigo y ódiame a través de la muerte y del más allá. En mi vocabulario no existe la palabra indiferencia.

Sigue...

Inicio
© C. CARDONA GAMIO EDICIONES 2006 -EL SERIAL-