CARMILLA - Autor Sheridan Le Fanu
2006 Divulgación cultural

7

-Mire, señorita -me dijo, mostrándome el estuche-, además de algunas actividades menos útiles, practico la de dentista. ¿Quieres callarte de una vez, animalucho? Si no paras de aullar, la señorita no oirá lo que le digo. Como le iba diciendo, soy dentista, y su amiga tiene los dientes más afilados que he visto en mi vida; largos, afilados, puntiagudos como una lanza, como un alfiler. Sí, los he visto perfectamente; son unos dientes peligrosos. Yo entiendo de estas cosas, y aquí estoy con mi lima, mi punzón y mis pinzas. Se los dejaré redondeados y bonitos. Si la señorita consiente, en vez de dientes de pez tendrá una dentadura digna de su belleza. ¿Se ha enfadado la señorita? ¿He sido demasiado atrevido? ¿La he ofendido?

Carmilla, en efecto, le miraba con una expresión de odio. Se apartó de la ventana, acusándome:

-¿Y permites que ese charlatán me insulte de ese modo? ¿Dónde está tu padre? Quiero pedirle que lo eche del castillo. Mi padre hubiera ordenado que le apalearan, para quemarlo luego vivo.

Sin embargo, en cuanto no tuvo ante sus ojos al hombre que la había insultado, su cólera desapareció tan rápidamente como había surgido; al cabo de unos instantes había olvidado ya al jorobado y sus extravagantes palabras.

Aquella misma tarde, mi padre llegó muy excitado. Nos contó que se había presentado otro caso parecido a los anteriores y de los cuales ya he hablado. La hermana de un colono de nuestra finca, que vivía a una milla de distancia de nuestro castillo, había enfermado repentinamente. Decía que había sido atacada por un ser monstruoso, y su estado se agravaba, lenta pero inexorablemente.

-En rigor -dijo mi padre-, todo esto puede ser atribuido a causas naturales. Esos infelices se sugestionan con narraciones inverosímiles, y de este modo provocan sus alucinaciones.

-No deja de ser una cosa terrible -observó Carmilla.

-Desde luego -asintió mi padre-. Me asusta pensar que puedo ser víctima de una alucinación semejante. Aunque sólo fuera una alucinación, ha de ser tan horrible como si se tratara de un hecho real. Estamos en las manos de Dios -prosiguió mi padre -. Nada puede ocurrir sin su consentimiento, y todo terminará bien para aquellos que le aman. Es nuestro Creador. El nos ha hecho y cuidará de nosotros.

-Yo creo -replicó Carmilla- que todas las cosas suceden por imperativo de la naturaleza. Y que la enfermedad que se propaga por la comarca es también cosa de la naturaleza. ¿No le parece?

-Hoy vendrá el médico -dijo mi padre, eludiendo contestar a la pregunta de la muchacha-. Me gustará saber qué opina el doctor de este fenómeno, y qué nos aconseja.

-Los médicos nunca me han servido para nada -replicó Carmilla.

-¿Has estado enferma? -le pregunté.

-Más enferma de lo que tú hayas estado jamás.

-¿Hace mucho tiempo?

-Sí, mucho: lo he olvidado todo, excepto el dolor y la debilidad.

-Entonces, serías muy joven...

-Creo que sí. Pero, no hablemos más de esto. No quieras hacer sufrir a tu amiga.

Me miró lánguidamente a los ojos y, cogiéndome del talle, me sacó de la habitación.

-¿Por qué se divierte tanto tu padre asustándome? -me preguntó, una vez estuvimos fuera, temblando ligeramente.

-No lo creas, querida, no es ésa su intención.

-Y tú, ¿estás asustada?

-Lo estaría si pensara que también nosotras corremos el mismo peligro que esa pobre gente.

-¿Te asusta la idea de la muerte?

-Desde luego, a todo el mundo le asusta esa idea.

-¿Crees, por ejemplo, que es espantoso morir mientras se ama? Dos amantes que mueren juntos.., y de este modo pueden vivir juntos para siempre... Las muchachas no son más que orugas y sólo se transforman en mariposas cuando llega el verano. Entretanto, son crisálidas y larvas, cada una con sus formas e inclinaciones particulares. Hay un cierto señor Buffon que así lo cuenta.

Por la noche vino el médico y se encerró con mi padre en su despacho, donde permanecieron durante largo rato. Era un médico con mucha experiencia, de unos sesenta años. Su rasurado rostro aparecía tan liso como la superficie de una calabaza. Cuando salían del despacho, oí que mi padre decía, riendo:

-Me admira oír esas palabras en boca de un hombre tan sensato como usted. ¿Qué opina, entonces, de los hipógrifos y de los dragones?

También el médico se reía, sacudiendo la cabeza.

-En todo caso, la vida y la muerte han sido siempre un misterio y sabemos muy poco acerca de lo que puede suceder.

Se alejaron charlando y yo no pude oír nada más. En aquel momento ignoraba cuáles habían sido las hipótesis aventuradas por el doctor, pero ahora creo adivinarlas.

Una tarde llegó de Gratz el hijo del restaurador de lienzos, transportando en su carro dos grandes cajas llenas de cuadros. Su llegada constituyó un verdadero acontecimiento. Las cajas quedaron en el atrio; los criados se encargaron del joven y lo acompañaron a la cocina para que le dieran de cenar. Luego se unió a nosotros en el atrio grande, donde nos habíamos reunido previamente para abrir las cajas.

Carmilla estaba sentada y miraba distraídamente los viejos cuadros, casi todos retratos, que habían sido enviados a restaurar. Mi madre pertenecía a una antigua familia húngara, y la mayor parte de los cuadros procedían de la rama materna. Mi padre iba leyendo en una lista los títulos de los cuadros, y el artesano los iba sacando de las cajas. Ignoro el valor que podían tener, aunque eran antiguos y algunos muy curiosos. Yo los veía por primera vez en mi vida, ya que la humedad y el polvo habían ocultado las telas durante mucho tiempo.

-No había visto nunca este cuadro -comentó mi padre, señalando la tela que el restaurador tenía en la mano-. Aquí, en un ángulo, figura el nombre, que pude descifrar antes de enviarlo al restaurador: Marcia Karstein. Lleva la fecha de 1768. Será interesante ver lo que ha surgido ahora...

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