Estrella Cardona Gamio, año 1968.    

Escribí este relato meses después de que Severo Ventós hubiera fallecido, y en él se conservan vívidos muchos recuerdos personales que de otra manera habrían desaparecido.

No lo he retocado apenas, agregándole tan sólo unos comentarios actualizados, que destaco en cursiva.

Estrella Cardona Gamio

 

UN MUCHACHO
Dedicado a S.Ventós

Tenía un pequeño taller, diría mejor, un cuarto de trastos habilitado para él. Primeramente debió ser su sala de juegos, y más tarde evolucionó con los años hasta trasformarse en una especie de refugio muy particular. Su única ventana, angosta como la de un torreón, se abría sobre una calle de empedrado desigual y frente al edificio de pisos en donde yo vivía.

Recuerdo aquella estancia diminuta, de paredes mal pintadas y manchadas por la humedad, con una mesa desvencijada en la cual se apilaba todo un mundo variado y extraño de papeles, libros, tinteros, lápices y tubos de pintura al óleo. Por la paredes, en un caballete, y también en el suelo, se veían cuadros sin marco, paisajes en su mayoría, y algún que otro retrato, en los que solían predominar los tonos oscuros; no había atmósfera en ellos, demasiado cerrados en sí mismos, como pensativos. En algunos casos, por ejemplo, en el del cuadro que representaba a una ventana, parecía la propia ventana un objeto aparte de la pared, igual que si se mirase en ella, reflexionando acerca de si sería oportuno o no ir a ocupar su puesto allí.

En otro de sus cuadros se hacinaban las más diversas cosas -como en una repetición del espectáculo que ofrecía la desordenada mesa de trabajo-: una estufa negra y deforme, una silla... Aunque ahora me pregunto si mi memoria no me falla; hace años que no he vuelto a ver esos lienzos...

Luego estaba aquel de la escalera, un rellano, unos peldaños, la barandilla... Era, todo, un triunfo de rojos apagados, de azules cobalto y ultramar, de marrones obsesivos.

Me acuerdo de varios retratos suyos, el de su madre, decorado en intensos rojos bermellón, con la piel tratada en un amarillo suave, palidísimo, marfileño, imitando el desvaído color de los marchitos pétalos de las rosas, un inconsciente homenaje en el que la representaba primaria y sólida, como algo muy firme y seguro, el puerto al que acogerse, la mater, o mejor, matriarca, por excelencia...

El retrato de su tía Elvira magistral. Sobre un fondo azul de tinta, azul prusia quizá, la figura transparente, rubia, de aquella señora, miraba a través de una ventana el paisaje sombrío, obscurecido, en el que apenas breves pinceladas amarillas componían un fugaz respiro...

Luego estaba ese en el que él mismo se representaba con algunos de sus amigos, tonos lilas y pardos, un fondo grisáceo, brochazos leves de un rosa ceniciento. Titulaba ese cuadro. "Amistad", y verdaderamente nunca he conocido a una persona que de la amistad hiciera culto, como él.

Por esa época, yo aún no había descubierto la pintura de los expresionistas y no podía comparar; más tarde, un día, muchísimo tiempo después, fue en un libro, que ya no recuerdo si me regalaron, compré yo misma, o hallé en la biblioteca de la escuela, donde los encontré.

La pintura de mi amigo era expresionista.

Aquel obsesivo mundo sin atmósfera, circular como una pecera, espeso y amortiguador lo mismo que una alfombra.

Su padre, pintor igualmente -tenía por ídolo a Sisley, de cuya pintura me hablaba a menudo-, era artesano tapicero, pero de tapices de esos que se tejen para colgarlos luego de las paredes, y además, profesor en la escuela a donde íbamos él y yo a estudiar artes aplicadas. Mi amigo seguía la tradición familiar y, a su vez, hacía tapices, de ello que sus cuadros resultasen influenciados.

En aquellos días lejanos, yo no acababa de comprender su pintura. Amaba demasiado el color transparente del cielo, para poder entender esos firmamentos casi negros a fuerza de tenebrosos azules. Cielos de tormenta, claro que entonces tampoco me gustaba Van Gogh, y la pintura del muchacho me la recordaba. (Sé perfectamente que Van Gogh era impresionista).

Tenía un cuadro que a mí me repelía, y sólo tiempo después, al verle colgado en la sala de una exposición, de pronto lo comprendí, y me dejé arrastrar por su salvaje belleza.

Había mezclado aserrín en la pintura y de cerca, ya lo he dicho, me era repelente, evocaban sucios grumos caídos al tún-tún sobre el lienzo. Pero al verle de lejos y enmarcado, todo cambió -y no fue el marco el autor del milagro precisamente-.

Se trataba de un paisaje, de un paisaje desolado: el cielo era rosa salmón, un salmón veteado de blanco de china, o un rosa que tiraba a amarillo...

(Blanco, rosa, azul añil, amarillo, pardo, rojo bermellón oscurecido... Siempre parte de sus colores...)

Era un cielo de pantano en el atardecer, fluctuante de nieblas rojizas y estrías plateadas. La tierra, el paisaje, árboles, quizás montañas, no lo sé a ciencia cierta, constituía aquella masa informe y grumosa.

¡Oh, cómo al alejarme pude adivinarlo todo, verlo con tanta claridad!

Era un bosque que se abría en su centro, como dos manos unidas por los pulgares, los árboles los dedos verticales, el llano, la línea recta de los pulgares...

Un páramo desierto y, al fondo, el horizonte infinito.

En ocasiones él y yo discutíamos. Había leído alguno de mis relatos y también mis poemas; se enfadaba conmigo porque decía, con mucha razón -sólo que a mí no me daba la gana de aceptarlo-, que yo era pomposa y retórica al escribir. Me explicaba:

-Escribes lo mismo que si vivieras en el siglo pasado... No eres natural, sal a la calle y mira a las gentes... Las personas no hablan como si estuvieran en un salón, sueltan tacos, palabrotas mal sonantes, son sucias, desagradables... Parece que escribas cuentos de hadas...

Él leía mucho, como yo -contábamos la edad más apropiada para devorarlo todo, bueno y malo-, y me prestaba sus libros, que a mí no me gustaban, libros bélicos, de guerra. Recuerdo que en cierta ocasión abrí uno al azar y ya con la lectura de la primera página me bastó y me sobró... Se lo devolví al día siguiente y él me llamó tonta porque, en su opinión, me negaba a aceptar la realidad de la vida. Leía a buenos autores, pero esos autores eran demasiado rudos para mí, su lenguaje y lo que contaban, quiero decir.

Tampoco mis escritores favoritos le agradaban a él.

No he olvidado de aquella perezosa sucesión de largos veranos interminables, yo estudiaba, emborronaba cuartillas fabulando, llegaba el otoño, reemprendíamos las clases juntos, en Navidad intercambiábamos tarjetas de felicitación, siempre discutíamos y a veces escuchábamos música juntos, o, mejor dicho, mi amigo me hacía escuchar los discos que acababa de comprarse.

Le gustaban las marchas militares sobre cualquier otro tipo de música, y asimismo, pero en segundo término, las desenfadadas canciones vaqueras del oeste americano, antes, por supuesto, de la invasión del Folk Song comercializado, cuando las baladas de los cow boys hablaban de luna, praderas y una chica llamada Clementina o Susana.

Una de esas canciones: "La Rosa Amarilla de Texas", o como se llamase si es que no es éste su verdadero título, le gustaba particularmente. Puedo dar fe de ello, ya que de manera invariable, siempre que nos reuníamos en su cuartito-estudio, me decía:

-¿Qué, te molesta si pongo "La Rosa de Texas"?

Y yo tenía que decir que no me molestaba, pero la verdad es que ya me la sabía de memoria.

En ocasiones, sentíase comunicativo y me contaba sus cosas, me hablaba de su infancia, no demasiado lejana -aún no había hecho el servicio militar-, y sus relatos me divertían mucho. Una tarde me reveló que de pequeño, yendo con otros chiquillos, habían ido al campo -vivíamos en un pueblo, pueblo que con el tiempo se ha convertido en una enorme ciudad desconocida e impersonal como abundan en cualquier parte del mundo-, a cazar ratas, y que luego las habían matado a palos, y más tarde destripado, insertando los intestinos en esos mismos palos, y llevándolos en alto como estandartes de triunfo. Me confesó, y cada vez que recuerdo su expresión no puedo menos que reírme de nuevo:

-Era un asco, ¿sabes?, una porquería, a mí se me revolvía el estómago y me entraban ganas de vomitar, de echar las tripas también... Pero cualquiera decía nada... Enseguida te llamaban nena... Por la noche, en casa, no tenía ganas de cenar y entonces se creyeron que estaba empachado y me purgaron...

Cuando volvió del servicio estaba lleno de inquietudes artísticas y de ganas de trabajar, pintaba sin descanso, tejía tapices, y se alquiló un pequeño estudio no lejos de donde tenía su casa, apenas dos manzanas más abajo.

(Su segundo estudio, que duró poco como tal ya que tenía goteras, había sido la torre del palomar que se erguía en el terrado de su casa, un pintoresco edifico antiguo hoy ya echado abajo).

En este estudio número 3, se entregaba a los más extraños experimentos y a la invención de las técnicas más raras tanto en pintura como en tapicería.

Vivía en el último piso y la escalera era de caracol y bastante criminal, ya que a oscuras, y bajando, podías resbalar con gran facilidad y desnucarte. Yo solamente le visité una vez en su nuevo refugio, que estaba tan desordenado como el cuartito de su adolescencia. Fue en diciembre, a primeros, hacía frío y todas las ventanas permanecían abiertas porque algo misterioso se quemaba en la cocina inundando de humo la casa entera. No puedo afirmar que yo hiciese una entrada triunfal; en medio de la humareda me ofreció la única silla que quedaba libre de objetos, y era ésta tan baja y tenía el asiento tan hundido, que me entró dolor de estómago y acabaron por dormírseme las piernas.

En aquel entonces, y debido a sus numerosos amigos sudamericanos, estudiantes en su mayoría, descubrió la literatura hispano americana antes que a España llegaran los primeros libros importados o bien los autores aquí editados. Reconozco que fue un pionero en eso, aunque se burlase de mí diciéndome:

-Esto es lo que tendrías que leer... Un lenguaje nuevo y vivo, de hoy, no a Lope de Vega -juro que nunca he leído a Lope-, ni a Flaubert -a éste lo leí 20 años más tarde-. Te vas a fosilizar si no evolucionas.

Yo me enfadé con él y le aseguré que me importaban un rábano sus escritores peruanos, colombianos, argentinos, o de la nacionalidad que fueran, que no me gustaban y, consecuentemente, no me interesaban.

Claro está que lo dije por decir, ya que no había leído nada todavía de ningún autor latino americano, pero me daba mucha rabia que él se arrogase aires de superioridad a mi costa. Los nombres desconocidos que mi amigo mencionaba, renovaban en mí el recuerdo humillante del día en que supe que el pintor Juan Gris existía, sólo porque él me preguntó.

-¿Has visto algún cuadro de Juan Gris?

Y yo le contesté, riendo, si es que me quería tomar el pelo. Juan Gris me había sonado a Juan Nadie, a Juan Sinmiedo, o a Juan Cualquiercosa, menos a una persona real, de carne y hueso. Luego sabría de la existencia de ese pintor y enrojecería de vergüenza por haberme mostrado tan ignorante.

Cada noche, en su 850, abandonábamos la escuela, su padre, él y yo, ahora era adjunto en la misma clase que estudiara y ayudaba a su progenitor. Finalizaba el curso, estábamos en primavera y mi amigo rebosaba de ideas y proyectos. Sin embargo, y a pesar de todo, en ocasiones aparecía como deprimido, nervioso por algo que no tenía un nombre concreto.

Lo comenté con algunos amigos suyos y me dijeron sonriendo maliciosos, que debía de estar enamorado y no era correspondido. Yo moví la cabeza en sentido negativo; aun no siendo su más íntima confidente, adivinaba que no era aquello lo que le atormentaba.

Sabía muy bien que las chicas le daban un poco de miedo y que las consideraba -yo era para él una amiga, casi una hermana-, "tontas, superficiales, y con ganas de casarse".

-Siempre ponen ojos de besugo cuando le miran a uno... Y bailando se te pegan como moscas, mejilla con mejilla, igual que si estuvieran locas por ti... Y seguro que al día siguiente ni se acuerdan de tu nombre -comentaba.

Tenía un concepto muy idealizado del amor.

Una noche, de regreso a casa se había detenido en el stop obligado de las luces de un semáforo, y ante nosotros brillaban las Fuentes de la Plaza de Catalunya; de pronto me confesó espontáneamente:

-¿Sabes?, a veces pienso en mis amigos y veo el porvenir que les aguarda, todos se casarán y tendrán niños... Unos montarán negocio propio, otros seguirán trabajando siempre en el mismo sitio... A la vuelta de 15 años algunos serán gordos, barrigudos, y vivirán dentro de un solemne aburrimiento, pero serán felices, de eso no me cabe duda... Yo quiero hacer tantas cosas, ¿lo comprendes, no?... Vivir, viajar, conocer lugares, pintar y ser famoso, muy famoso cuando me llegue el tiempo de ser gordo y barrigudo como ellos... Si ahora -me miró con los ojos brillantes. Poseía unos curiosas ojos que yo llamaba de duendecillo, grandes, redondos, infantiles, con los extremos exteriores que daban a la sien, ligeramente alzados. Ojos de criatura traviesa que en aquellos instantes me contemplaban con una angustia profunda y dolorosa, como si me pidieran socorro acerca de algo que ni yo, ni nadie, podía solucionar-, si ahora alguien me dijera que no iba a conseguir nada de lo que pretendo, te lo digo en serio, preferiría morirme aquí mismo... No puedo resistir la idea de llegar a viejo siendo un fracasado...

Han transcurrido varios años desde que él hizo tal declaración. Sus amigos, como bien preveía, se han ido casando uno detrás de otro, algunos han engordado, pero aún son jóvenes y la mayoría todavía no tiene niños...

Hoy me he enterado que el penúltimo de ellos que está por casar -Miquel es el último que se aferra a su soltería-, va a hacerlo en fecha próxima.

Es curioso, pero un hecho tan simple me ha hecho reflexionar que el tiempo no pasa en vano, que los chicos crecen y que la juventud se aleja poco a poco, irremisiblemente...

Él falleció aquel verano, en un accidente, mientras hacía espeleología en una cueva cercana a Montserrat, faltaban pocos días para que marchase a Cerdenya de vacaciones. Se había comprado muchos tubos de pintura y pinceles nuevos; pensaba pintar cuanto pudiera durante su estancia allí esas semanas, y más tarde, en otoño, emprendería viaje a Puerto Rico en donde le habían ofrecido una plaza de profesor en la Universidad para formar un aula dedicada a la creación de tapices y alfombras, existiendo el proyecto de que el primer tapiz que allí se tejiese, diseñado por él y bajo su dirección, iba a ser regalado al presidente de los Estados Unidos.

Tenía veinticuatro años.

 

© Estrella Cardona Gamio 2001 - Reservados todos los derechos.