Eran días de fiesta en Sant Cugat y decidimos aprovecharlos para visitar una de las numerosas simas que hay en la montaña de Montserrat. Ninguno de nosotros era espeleólogo experimentado. Algunas excursiones anteriores, aunque no muchas. Además, únicamente un solo miembro del grupo era espeleólogo federado y pertenecía al Club Montanyenc de Sant Cugat, pero era muy joven, de apenas 20 años.

 Todos estábamos excitados por el reto de conocer este maravilloso mundo de las grutas y de las simas.

El día de los hechos empezó mal. Nos retrasamos, porque esperábamos a alguien que no se presentó a la cita. Estábamos fatigados por las fiestas, pero teníamos todo el material de espeleología en el maletero de los coches. Lo habíamos cogido del Club. Estábamos inquietos, nerviosos y uno de nosotros rompió las botellas de bebida que teníamos para el bocadillo. Después de discutirlo, decidimos efectuar la excursión tal cual. Primer error.

Llegamos a la explanada de Can Massana y empezamos a cargar el material. Debíamos apresurarnos puesto que había una hora de trayecto andando para llegar al refugio e íbamos con mucho retraso. Segundo error.

Aquel día, había mucha gente que visitaba las simas y esto disminuyó el encanto.

Además, el material era demasiado pesado para los cuatro que éramos y no habíamos previsto nada para transportarlo. Así pues, con todo este material a la espalda, emprendimos el camino de aproximadamente una hora hasta el refugio. Llegamos muy cansados, por lo menos yo lo estaba y supongo que los demás también. Allí compramos botellas de limonada y comimos rápidamente. Oíamos voces por toda la montaña. El tiempo era espléndido pero pesado – estaban previstas tormentas para después del mediodía –, es sabido que en este sector son particularmente violentas. Para la espeleología es menos grave, pero nunca se sabe, era preciso darse prisa.

Llegamos a la entrada de la sima. Ya estaba lleno de gente. Un grupo de Barcelona estaba abajo. Había una cuerda instalada, cuerda para rappel y escalera electron. La instalación es buena y el material también de calidad.

El paraje es lúgubre, muy escondido y muy sombrío hundido en la montaña. Dos placas colocadas encima del pozo indican que anteriormente ha habido accidentes mortales.

Por regla general la instalación de la cordada es un momento de descanso y sirve para relajarse y reponer fuerzas. Se discute la distancia, se eligen los mejores emplazamientos para fijar el material. Esto no ocurrió, puesto que pedimos permiso para utilizar la instalación que estaba allí, a la persona que guardaba el material del grupo que ya había descendido. Nos dan permiso. Tercer error.

De cualquier forma preparamos las lámparas y nos pusimos las chaquetas. Seve había olvidado la suya pero decidió descender. Llevaba una delgada camiseta. Cuarto error.

¡Preparados! ¿Quién desciende primero? Seve sale voluntario. Yo no insistí, puesto que me dolía el brazo por el transporte del material.

¿Nos aseguramos? No. Para descender en rappel, la cuerda de seguro es muy molesta, y raramente se ata. Además para asegurarse, es preciso que uno de nosotros quede en el exterior y todos queríamos descender. Quinto y grave error.

Pese al tiempo transcurrido, yo aún veía descender a Seve. Nuestras miradas se encontraron, antes de que Seve desapareciera en el pozo. No sé por qué, le hice la señal de adiós con la mano. No sabía que era la última vez que le veía con vida.

Yo era el mayor del grupo, en aquel momento debería haberlo parado todo. Demasiadas cosas no funcionaban. Debería haber dicho “alto, se regresa”. No lo hice. No sospechaba las consecuencias.

Al cabo de unos instantes, empezaron a salir del pozo lamentos: “me he quemado la espalda”, la cuerda pasando sobre su espalda atravesó la T-shirt y rozaba su piel. Había descendido demasiado deprisa los primeros metros. ”Desciende más lentamente” le gritamos, “ caray, continúo quemándome”. La cuerda le había lesionado la piel.

“Pasa al electron” le aconsejamos. Oímos el ruido del material en el interior del pozo. ”¡No lo tengo!”  

¡Dios mío! No está asegurado. Preparamos rápidamente una cuerda de seguridad, para el espeleólogo más experimentado y descendió por el electron, le aseguramos desde arriba, no había tiempo para enganchar la cuerda.

Gritos en el interior. Me inclino sobre el borde de la  sima. Al principio no veo nada. Cuando los ojos se acostumbran a la oscuridad, horror, Seve , los dos brazos tensos, se agarraba al electron únicamente con las manos. Los pies, colocados del mismo lado que las manos estaban   más altos que su cuerpo. Estaba colgado al revés. “No puedo más”.

Seve no estaba acostumbrado a un trabajo manual duro. No tenía la fuerza de un obrero, por ejemplo.

Poco a poco, ha soltado la presa. La cuerda de rappel aún agarrada a él, le retuvo unos instantes. El compañero que descendía, no lo hizo con suficiente rapidez. Nosotros reteníamos a Seve con la cuerda de seguridad. El compañero casi llegó hasta él, pero en este momento, Seve descendió a toda velocidad y entró en la oscuridad. Un choque siniestro en el fondo de la sima, ningún grito.

Mientras, el grupo que estaba en el fondo regresó. Seve se estrelló a sus pies. La cabeza primero. El casco no resistió. Ni un grito. El compañero descendió hasta el fondo.

Yo arriba no veía nada. Ellos estaban en la oscuridad.

Minutos interminables. Nos miramos con mis hermanos, sin decir nada.

De pronto un grito procedente del fondo del pozo “está muerto”.

Aún ahora tengo la piel de gallina. De pronto noto un frío que sale de la sima. Algo invisible me ha rozado. Hago la señal de la cruz y rezo una oración “padre nuestro que estas en los cielos...” Ignoro porqué, en aquella época no era muy creyente, era la moda, pero terminé mi oración en silencio.

El compañero que había subido, nos confirmó su muerte.

Estamos anonadados, paralizados. Tuve la impresión de estar en un mal sueño.

Pienso en sus padres, hijo único. Hay que avisarles. Yo era el de más edad del grupo, me tocaba hacerlo. Mi hermano no podía. Desde el refugio, han llamado por radio al monasterio. Un equipo de rescate estaba de servicio. Aquel día era el turno del Club Montanyenc de Sant Cugat. El que ha respondido conocía a Seve. En mi cabeza siempre el mismo pensamiento, hay que avisar a sus padres. He regresado. Me he cruzado con el equipo de rescate. No me han preguntado nada, sólo el nombre de la sima, ya que en este sector hay varias. No recuerdo cuantos eran, unos conocidos de Sant Cugat, otro no, seguramente de los monjes del Monasterio, todos equipados para la escalada.

He llegado al coche y he ido al pueblo. En el primer bar, me he detenido y he solicitado utilizar el teléfono. Debo decir porqué.

He hablado con una de sus tías, estaban comiendo, he mirado la hora son las tres de la tarde. “¿Qué pasa?, Es necesario que vengáis. Os espero en la explanada de Can Massana.”¿Pero qué pasa? Dime” su tía insiste, “¡venid rápido!”, he respondido, nada más.

Recuerdo que en el bar se hizo un gran silencio. La noticia ya se había extendido. Un grupo de alpinistas acababa de llegar. Este bar era un lugar de encuentro de gentes de montaña. Todos hablaban del mortal accidente que acababa de ocurrir. Regresé a la explanada de Can Massana y esperé.

No llegué a definir lo que me pasaba por la cabeza durante la espera, estaba anonadado. ¿Cómo iba a comunicar la noticia a los padres? ¿Cómo iban a reaccionar? Su hijo único; yo, el mayor del grupo, habían confiado en mi.

Al fin llegaron su madre y su tía. “¿Dónde está Severin?”. Allá abajo en la montaña. Mientras, uno de los monjes del monasterio regresaba de la sima. Le supliqué diera la mala noticia a su madre. Su tía quiso venir conmigo hasta el lugar del accidente, le aconsejé que no viniese. Me acompañó un trecho de camino, pero, aunque habituada a la montaña, al cabo de un rato desistió, no llevaba el calzado adecuado para este mal camino.

Cuando llegué, habían subido a Seve de la sima. La subida no había sido fácil me explicó mi hermano.

 La camilla cerrada contenía el cuerpo de Seve. No lo ocultaba por completo. La caída había sido brutal. Desde donde Seve cayó estaba aproximadamente a mitad del descenso, quizás 12 metros. La única cosa que me dije fue “cómo 12m pueden hacer tanto daño”.

 Me aferré a la camilla. Quería participar en el transporte. El camino era difícil. Recuerdo que alguien quiso reemplazarme y no acepté. Era mi responsabilidad. La cabeza de Seve estaba cerca de mis ojos. No sé de dónde saqué las fuerzas. Al fin no pude más. No pude ayudar hasta Can Massana. Alguien me sustituyó poco antes de llegar. No debí dejar el puesto, pero no podía más.

La ambulancia del Monasterio aguardaba en la explanada. Vi a su madre, me habló.

 “¿Por qué él?”

No respondí. Sus padres habían confiado en mí. Sabían que con nosotros no temían nada. Éramos jóvenes pero responsables.

Treinta años han transcurrido desde estos acontecimientos, pero están siempre presentes en mi memoria como si se acabaran de producir en este instante. Este relato me ha aliviado.

Mi vida ha cambiado mucho desde entonces. He visto las cosas de forma diferente. La muerte de Seve me ha marcado mucho.

Por encima de todo he aprendido una cosa: lo más terrible en la vida, es cuando una madre ve partir a sus hijos antes que ella.


Armando Auladell

Traducción de Melsi Pelfort