* * * * * *

Todas las tardes, cuando salían de la escuela, los niños iban a jugar al jardín del gigante.

Era un jardín inmenso y encantador con mullido césped verde. Flores hermosas como estrellas asomaban entre la hierba por todas partes y había doce perales, que en primavera se cubrían de delicados capullos de color rosado y madreperla y en otoño ofrecían deliciosos frutos. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan dulcemente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

-¡Qué felices somos aquí! –se decían unos a otros.

Un día, el Gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, con quien había pasado siete años. Al cabo de siete años, ya no le quedaba nada para decir porque su capacidad de conversación era limitada, y decidió regresar a su castillo. Cuando llegó, encontró a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué hacen aquí? –gritó con voz tremebunda. Y los niños escaparon.

-Mi jardín es sólo mío –declaró el gigante-, recuérdenlo bien. Y no permitiré que nadie juegue aquí excepto yo.

Entonces construyó un muro altísimo alrededor del jardín y colocó un letrero:

LOS INTRUSOS
SERAN CASTIGADOS

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños ya no tenían adonde ir. Intentaron jugar en la carretera, pero allí había demasiado polvo y tantas piedras afiladas que no les gustó. Cuando terminaban las clases solían pasear alrededor de los altos muros y hablaban del hermoso jardín que había tras ellos.

-¡Qué felices éramos allí! –se decían unos a otros.

Un día llegó la primavera y toda la región se cubrió de capullos y pajaritos. Sólo en el jardín del gigante egoísta seguía siendo invierno. Los pájaros no querían cantar allí porque no había niños y los árboles se olvidaron de florecer. Una vez, una hermosa flor asomó la cabecita entre la hierba, pero cuando vio el letrero sintió tanta pena por los niños que volvió a esconderse en la tierra y siguió durmiendo. Las únicas que estaban encantadas eran la nieve y la escarcha.

-La primavera ha olvidado este jardín – exclamaban-. Nos quedaremos a vivir aquí todo el año.

La nieve desplegó su espeso manto blanco sobre la hierba y la escarcha pintó de plata todos los árboles. Luego invitaron al viento del norte para hacerles compañía. Y el viento del norte llegó envuelto en pieles, rugió todo el día por el jardín y sopló hasta derribar las chimeneas.

-Qué lugar delicioso –dijo-. Debemos pedirle al granizo que venga a visitarnos.

Y el granizo llegó. Todos los días durante tres horas tamborileaba sobre el techo del castillo hasta que rompió casi todas las tejas y luego corrió y corrió por el jardín a toda velocidad. Iba vestido de gris y su aliento cortaba como el hielo.

-No comprendo por qué la primavera demora tanto en llegar –decía el gigante egoísta mientras contemplaba por la ventana su blanco jardín helado -. Espero que pronto cambie el clima.

Pero la primavera nunca llegó ni tampoco el verano. El otoño trajo dorados frutos a todos los jardines, pero en el jardín del gigante no hubo ni uno.

-Es demasiado egoísta –declaró el otoño.

Y así, siempre era invierno en el jardín del gigante y el viento del norte, el granizo, la escarcha y la nieve seguían bailando entre los árboles.

Una mañana, el gigante estaba despierto en su cama cuando escuchó una música encantadora. El sonido era tan dulce que supuso que pasaban marchando los músicos del rey. En realidad, se trataba de un jilguero que cantaba frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el gigante no escuchaba el canto de un pájaro en su jardín que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de bailar sobre el tejado, el viento del norte cesó de rugir y un delicioso perfume penetró por la ventana entreabierta.

-Creo que por fin ha llegado la primavera –se dijo el gigante mientras saltaba de la cama y se asomaba a la ventana.

¿Y qué vio?

Ante sus ojos apareció una vista extraordinaria. Por un pequeño hueco en el muro los niños se habían deslizado dentro del jardín y habían trepado a los árboles. En cada árbol que alcanzaba a ver había un niño sentado en una rama. Y los árboles estaban tan contentos con su regreso que se habían cubierto de flores y agitaban sus ramas por sobre las cabezas de los niños. El jardín se llenó de pájaros que piaban jubilosamente. Las flores se asomaban entre la hierba verde y reían. Era una escena encantadora.

Sólo en un rincón seguía siendo invierno. Era el lugar más apartado del jardín y allí había un niñito. Era tan pequeño que no podía alcanzar las ramas del árbol y caminaba a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía cubierto de nieve y escarcha y el viento del norte sacudía su copa y rugía.

-¡Trepa, niñito! –rogaba el árbol mientras tendía sus ramas hacia él, pero el niño era demasiado pequeño.

El gigante sintió que su corazón se derretía.

-¡Qué egoísta he sido! –exclamó-. Ahora sé por qué la primavera no venia aquí. Subiré a ese pobre niñito hasta la copa del árbol y luego derribaré el muro. Mi jardín será el parque de los niños para siempre.

Estaba sinceramente apenado por lo que había hecho.

Entonces bajó corriendo las escaleras, abrió la puerta del frente sin hacer ruido y salió al jardín. Cuando los niños lo vieron, se asustaron tanto que huyeron y el invierno volvió a adueñarse del jardín. Sólo el niño más pequeño permaneció allí porque tenía los ojitos tan llenos de lágrimas que no vio acercarse al gigante.

El gigante se deslizó por detrás del niño, lo alzó suavemente y lo sentó en el árbol. En un instante, el árbol se cubrió de flores y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas. El niño extendió los bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le dio un beso. Y cuando los otros niños vieron que el gigante ya no quería hacerles daño volvieron corriendo y con ellos regresó la primavera.

-Desde ahora este jardín es para ustedes, niños –les dijo el gigante. Luego tomó un hacha enorme y derribó el muro.

Y al mediodía, cuando los habitantes del pueblo se dirigían al mercado, vieron que el gigante jugaba con los niños en el jardín más bello que jamás habían imaginado.

Jugaron todo el día y al atardecer los niños se despidieron del gigante.

-¿Y dónde está su compañerito, el niño a quien ayudé a subir al árbol? –les preguntó el gigante. Le había cobrado cariño porque era el único que le había dado un beso.

-No sabemos –respondieron los niños-. Ya se fue.

-Deben decirle que no olvide venir mañana –recomendó el gigante, pero los niños le dijeron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes, cuando terminaban las clases, los niños iban a jugar con el gigante. Pero el niñito a quien el gigante quería nunca volvió. Aunque era muy amable con todos, el gigante extrañaba a su primer amiguito y siempre hablaba de él.

-¡Cómo quisiera volver a verlo! –solía decir.

Pasaron los años y el gigante se volvió viejo y débil. Ya no podía jugar, pero se sentaba en un gran sillón y contemplaba los juegos de los niños mientras admiraba su jardín.

-Tengo muchas flores bellas –decía-, pero los niños son las flores más bellas que existen.

Una mañana de invierno, el gigante miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba al invierno porque sabía que durante ese tiempo la primavera dormía y las flores descansaban.

De pronto, se frotó los ojos sorprendido y volvió a mirar una y otra vez. La vista era realmente maravillosa. En el rincón más apartado del jardín había un árbol cubierto de encantadores pimpollos blancos. De sus ramas de oro pendían frutos plateados. Y bajo el árbol se encontraba el niñito a quien quería tanto.

Lleno de dicha, el gigante bajó corriendo las escaleras y salió al jardín. Cruzó el terreno precipitadamente para ir al encuentro del niño. Y cuando estuvo a su lado, la cara se le puso roja de furia.

-¿Quién se ha atrevido a lastimarte? –preguntó. En las palmas de las manos del niño se veían las marcas de dos clavos y las marcas de dos clavos aparecían en sus piecitos.

-¿Quién se ha atrevido a lastimarte? –gritó el gigante-. Dímelo y lo atravesaré con mi enorme espada.

-¡No! –respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.

-¿Quién eres? –preguntó el gigante. Y se sintió invadido por un extraño temor que lo impulsó a caer de rodillas.

El niñito sonrió al gigante y le dijo:

-Una vez me permitiste jugar en tu jardín. Hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso. 

Y esa tarde, cuando llegaron los niños, encontraron al gigante muerto bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas.

***

© 2003 de la traducción del original: Laura Canteros
   
   
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