EL
ÁRBOL
Del
libro de Estrella Cardona Gamio La
paradoja de Esher y otros relatos
La ventana estaba
en el tercer piso y daba a la calle.
Tres pisos
y una caja de ahorros más abajo, un árbol extendía
sobre la acera toda su prestancia hasta una altura de varios
metros, y cuando llegaba la primavera, sus ramas, aparentemente
secas, se cubrían de brotes, (primicia que devoraban
los gorriones siempre hambrientos), para después eclosionar
en un mundo de verdor, insólito en plena vía urbana.
En cualquier
centro de población, de esta manera, puede tomarse el
pulso a la Naturaleza, ya que frente a una ventana, o a tres
o a cuatro o a cinco, todas ellas dispuestas en hilera vertical,
permanece un árbol en su mínima eternidad callejera,
aunque, tal vez un día, dictaminen en el Ayuntamiento
que los árboles a ambos lados de la calzada marean al
conductor y los corten, o bien opinen que los árboles
son malsanos porque crían mosquitos y polillas, (?),
o causan desconocidas alergias, o sus raíces pueden cuartear
los cimientos de los edificios, y entonces vendrán los
empleados municipales, creeremos que se trata de una poda de
emergencia, y los aserrarán y nos quedaremos sin árboles
y sin la bendición de sus hojas verdes.
El árbol
del que hablamos formaba parte de la calle como cualquier otro
vecino del barrio, y, añoso, balanceaba sus ramas al
compás de la brisa. Tal era su quehacer, vivir, simplemente,
y de la forma más discreta, aunque en ocasiones sorprendiese
con regalos inesperados, como en aquel raro invierno en el cual
nevó y sus ramas, entonces secas y obscuras, se volvieron
blancas, y al helar durante la noche bajo una impresionante
luna llena, a la mañana siguiente, las ramas se habían
convertido en joyas. Parecía un milagro, y, por extensión,
todos los árboles de la calle iguales. Era lo mismo que
un cuento de Hadas.
Siempre
que se presentaba el buen tiempo, este árbol, innominada
especie urbana, amable poste de señalización para
los canes, se convertía en el hogar transitorio de todas
esas aves que vuelven con la primavera, (sin olvidar a los gorriones,
inquilinos vitalicios). Entre tantas, quienes destacaban yendo
de un lado para otro, eran las vocingleras urracas, magníficas
en su envergadura de plumas blancas y negras, hasta el punto
que los vecinos podían llegar a creer que se trataba
de pájaros exóticos, venidos de Dios sabe dónde
para llenar de fantasía sus monótonas existencias.
Las urracas
hacían nido en algún impensable recoveco de los
tejados, e invariablemente comadreaban por los árboles,
agazapadas entre su fronda, mientras vigilaban con ojos rapaces
el hueco negro de las ventanas a la espera de ver brillar en
su interior algo metálico que despertara su atención.
Nuestro
personaje, el árbol, sabía de las urracas y de
sus costumbres poco recomendables, ya que, involuntariamente,
les prestaba la complicidad de su enramada, sobre todo, frente
a aquella ventana del tercer piso que él casi podía
tocar con sus hojas arribando el estío.
La ventana,
algunas veces, tenía una espectadora, una anciana a quien
le agradaba mirar el árbol y también a las urracas,
ya que de jovencita había criado una que apareció
un buen día en su casa, extraviado el rumbo del primer
vuelo. A la señora le gustaban los animales y las plantas
y poseía eso que se llama “mano verde”, por tal motivo,
sufría cada noche viendo como el árbol, “su” árbol,
impregnado por la luz de las farolas y los neones de las tiendas,
fingía un descanso que ella estaba cierta no debía
ser completo, aunque, ¿quién sabe?, no resultaría
tampoco extraño el que los árboles ciudadanos
se hubiesen vuelto trasnochadores.
La anciana contemplaba el árbol y pensaba, y su mente,
como un espejo, remedo del de la pequeña Alicia, le devolvía
la imagen de otro completamente distinto con el que sentíase
más identificada aun cuando su evocación la tornase
un poco melancólica.
En
un lugar que no existe, había un árbol fantástico
en medio de un paisaje triste y encantador a la vez.
El
paisaje se encontraba en un tiempo que no es el nuestro y
sólo con el pensamiento se podía acceder a él.
El
árbol era blanco como el marfil, descarnado, sin hojas,
tan pulido que semejaba una escultura.
Pero
no daba miedo pues era hermoso, muy hermoso y en él
se encerraba toda la sabiduría del mundo.
Era
un trazo de luz sobre el paisaje y se hallaba enraizado en
una estrecha franja de tierra que recordaba a la niebla mientras
parecía flotar encima de las aguas de un lago sin márgenes.
El
cielo era azul, más no con el azul del mediodía,
sino con el del atardecer cuando se acerca a su ocaso, un
azul muy suave, como de acuarela.
En
ocasiones, una nube de mariposas alteraba con su presencia
la quietud de la estampa rodeando por unos instantes al árbol.
Le abrazaban e inmediatamente después, reemprendían
el vuelo.
En
ese lugar de paz en cuyo centro resplandecía el árbol
blanco, tan viejo y tan sabio, reinaba el silencio, no existían
la enfermedad, el dolor, ni la vejez, únicamente la
armonía y un dulce estar de vuelta de todo, libre ya
de impaciencia y deseos.
-“Es lo mismo que dormir, -reflexionaba la anciana- dormirse
tranquila y no despertar nunca más.”
Y contemplaba
con fijeza el árbol vivo, allí, alcanzando, casi,
aquella ventana suya que se abría en un tercer piso.