EL
CUENTACUENTOS
©
2002 Estrella Cardona
Gamio
La
figura del Cuentacuentos, pertenece a un personaje ancestral que verdaderamente
se pierde en la noche de los tiempos, una noche muy oscura que sólo iluminaban
la luna, bien las estrellas cuando el cielo no estaba cubierto por las
nubes, bien la hoguera, fuese a la intemperie o bajo techado. Quien no
faltaba nunca a la reunión, era el público, compuesto siempre por mayores
y también pequeños; maravillados, boquiabiertos, estupefactos, asistían
sin interrumpir y al final pedían más, una continuación que el orador
prometía para una próxima velada, como muchos siglos después haría Scharazade,
elevando con su astucia la categoría del cuenta cuentos, hasta el extremo
de convertirlo en alguien lo suficientemente importante como para encadenar
mil y una noches que concluirían en la absolución de una sentencia de
muerte. ¡Bien por el Cuentacuentos!
En
palabras de Antonio Tabucchi: la literatura existe porque la vida no
basta, y si en el comienzo, cuando el mundo era joven, tanto, que
todas los relatos estaban aún por estrenar, el Cuentacuentos reinventaba
la realidad; poco ha variado la costumbre desde entonces pues se sigue
contando, y tal vez se acabe por regresar a los orígenes, como la clásica
serpiente que se muerde la cola, o si no recordemos, en la narración de
Ray Bradbury, Fahrenheith 451 –la temperatura a la que arde
el papel-, como la humanidad volvió de nuevo al principio con los hombres
y mujeres-libro, o lo que es lo mismo, a la pura tradición oral.
Contar
de padres a hijos, sin que el argumento merme o se distorsione, es todo
un arte, y al parecer no un arte en exceso difícil puesto que los resultados
de esta tradición no impuesta y si placenteramente aceptada, han llegado
hasta nuestros días de la mano escritora de personajes tan ilustres como
Charles Perrault
o los hermanos Grimm, auténticos notarios de un mundo de leyendas y consejas,
que si pervivieron fue porque antes, durante incontables generaciones,
hubo quienes se preocuparon de ello simplemente porque les gustaba relatarlas.
Y estas gentes fueron muchas y de varia condición, principalmente viajeros
que recorrían leguas y caminos y después, por una comida y una humilde
yacija, deleitaban a sus oyentes con la narración de aventuras increíbles
que siempre habían llevado a cabo otros, ahora bien, en ocasiones, si
el viajero era una personalidad -recordemos a Marco Polo y sus viajes-,
los relatos sonaban en palacios, o mansiones de nobles, o de adinerados
comerciantes, pero el efecto y el resultado eran siempre los mismos, calando
tan hondo que fueron sedimento en la memoria y herencia transmitida de
padres a hijos hasta el punto que hoy en día abuelos y abuelas, tíos y
tías, padres, madres, hermanos mayores, y muchas más personas, pueden
contar cuentos que todos conocemos, a los niños, y, a veces, a los no
tan niños, porque la tradición continúa v igente
en boca de modernos, y románticos, cuenta cuentos que van a escuelas,
a librerías, a bares o a cafés y narran un cuento, para los niños infantil
-que estimule en ellos el deseo de la lectura-, para los adultos apropiado
a su edad -recordatorio de que todavía existe algo que se llama leer-.
En
Argentina no hace mucho, y pese a su desesperada situación actual, se
hizo un llamamiento a las abuelas para que fuesen a los colegios a contar
cuentos, con objeto de que la tradición no se olvidase, lo que dice mucho
acerca de la cultura popular y nos hace creer que, a pesar de todos sus
defectos, la humanidad todavía tiene cualidades buenas, pocas, pero las
tiene.
Cuentacuentos
célebres fueron Mary
Shelley y Robert Browning, siempre dentro del círculo familiar o amistoso,
Oscar Wilde, autor
de unas deliciosas historias que empezó relatando a sus dos hijos con
El príncipe Feliz a la cabeza, Lewis
Carroll, al que no le faltaba concurrencia menuda –aparte la de Alicia
Liddell y sus hermanas-, y que secundaban también los mayores, Hans Christian
Andersen y sus niños oyentes, Rudyard Kipling, escribiendo la colección
de cuentos Precisamente así para su hijo, después de habérselos
contado claro, James
M. Barrie, encantador de verbo fácil que subyugaba a una grey infantil
en los Jardines de Kensington, Beatrix Potter quien escribió su primer
cuento en la carta dirigida a un niño, J.R.R.Tolkien,
cuya carrera se inició explicando por las noches cuentos a sus vástagos,
y tantos, tantos otros que en muchos casos empezaron relatando historias
a sus hijos o sobrinos, cuentos que fueron escritos y cuyos autores se
conocen, como otros mucho menos afortunados que si bien los narraron,
ajenos o propios, no han pasado a la historia de la literatura debido
a su anonimato de personas comunes que jamás los escribieron, o, si fue
hecho, esos cuentos
se han perdido al hallarse pergeñados en hojas sueltas o cuadernos de
cuadricula, que ocupaban dibujos llenos de ingenua gracia.
(¿Recordáis
Aventuras subterráneas de Alicia, ilustradas por Lewis Carroll?).
Incluso
el cine se ha atrevido a inmortalizar al Cuentacuentos, lo que ya es concesión
viniendo del mundo del celuloide, con una película asombrosa y encantadora,
cuyo título lamentablemente ahora no recuerdo, y que protagonizaba la
exquisita actriz Jessica Tandy, tratando de una anciana que un día se
va a unos estudios de televisión que alquilan horas a particulares, para
que hablen de lo que quieran -imagino que eso sólo sucede en EE.UU.-,
y la original viejecita comienza a contar cuentos a los niños que supone
puedan ver ese programa, consiguiendo un gran éxito.
Cuento
dentro de un cuento, diríamos mejor, pero en sí mismo, maravilloso y un
poquitín mágico, como éstos acostumbran a serlo, ¿no os parece?
Me
gustaría rendir un homenaje al Cuentacuentos Desconocido, quien,
sin embargo, siempre tuvo un rostro y un nombre, que muy poca gente ha
visto o sabe, y aun ésta, la gente, al crecer lo ha ido olvidando, o en
el mejor de los casos, se ha distanciado de él, como Wendy, cuando creció,
lo hizo de Peter Pan.
En
este circunstancia concreta, permítaseme que el Cuentacuentos elegido
sea mi tío Miguel, que nació un 6 de agosto de 1902 en Barcelona, y que
falleció a los 54 años en su ciudad natal.
Cumpliéndose
en el presente 2002, el centenario de su nacimiento, el de un hombre que
me contó innumerables cuentos de hadas, enanitos y duendes -dibujados
muchas veces por él mismo con unos lápices tinta de oficina-, y que me
llenó la infancia de libros y de sueños y a quien debo todas esas inolvidables
horas de la niñez transcurridas en compañía de los mejores amigos que
un niño pequeño, en este caso una niña, pueda tener, creo que debo rendirle
el tributo de mi afecto y buen recuerdo en un homenaje que engloba también
a todos los demás, aquellos, que, como él, regresaron a la infancia en
muchas ocasiones para hacernos felices.
Recuerdo
que me sentaba sobre sus rodillas y empezaba así: “Érase una vez... ”,
y en ese Érase, tanto podían salir Caperucita, como Aladino, Blancanieves,
o el Enanito Sergio y la Enanita Ermengarda -que eran fruto de su imaginación-,
personajes entregados a mi avidez infantil que nunca se cansaba de exigir
“más, otro cuento más”.
También
me hablaba de las hadas,
a quienes me describía como muy hermosas y buenas, siempre dispuestas
a premiar a los niños-niñas, que se portasen bien. No recuerdo que me
hablase de brujas ni de ogros, ya que sus historias nunca me dieron miedo,
y si los mencionó alguna vez, debieron ser inofensivos, y, por tanto,
no dejaron huella temerosa en mi mente.
El
aspecto de tío Miguel se ajustaba a los cuentos que solía narrar; era
bajo de talla, gordezuelo, le gustaba vestir de forma clásica, siendo
su prenda favorita el chaleco, que llevaba tanto en invierno como en verano,
y en uno de los bolsillos de ese chaleco, guardaba un reloj de metal plano,
con cadena, que acostumbraba a sacar muy solemne para decirme: “se ha
hecho tarde ya”, lo que significaba que el cuento había llegado a su final,
y yo tenía que ser buena chica y esperar hasta el próximo día.
Su
rostro poseía una simpática expresión y aunque era un hombre joven en
esa época en la que oficiaba de cuenta cuentos, a mí antojabáseme una
persona muy mayor cuando se ponía las gafas encima de
su nariz aguileña y delante de aquellos ojos suyos saltones y miopes que
coronaban espesas cejas, para leerme. Tío Miguel lucía un pequeño bigote,
moda a lo Melvyn Douglas –actor de los años 30 y 40 para el que no lo
sepa-, y de alguna manera remota se le asemejaba, sobre todo en el cabello
repeinado con fijador.
Para
mí constituía una figura entrañable y no hubiera podido concebir el mundo
sin él, porque mi tío era como una puerta mágica dispuesta a abrirse siempre
a los universos más inimaginables. Cuando me contaba un cuento, o lo leía,
cobraban vida en su voz todos los personajes, por dispares que fueran
-personas, animales o cosas-, y yo le escuchaba “viendo” aquello que él
narraba como un actor consumado, al interpretar a cada uno de los héroes
de la historia; todavía hoy, a pesar del tiempo transcurrido, resuena
en mis oídos su voz y la añoro, la voz de un cuenta cuentos, esa voz que
es una y son muchas, que empezaron al principio de todo y que ojalá nunca
lleguen a enmudecer.
Por
eso en este año 2002, en el que se festejan los natalicios bicentenarios
de varios famosos autores nacidos, el primero, Victor
Hugo -uno de los favoritos de mi tío-, el 26 de febrero, el segundo
un 24 de julio, Alejandro
Dumas, padre –Los tres Mosqueteros era uno de libros de cabecera
de tío Miguel-, y el otro el 29 de noviembre, Wilhelm
Hauff –sus Cuentos del Almanaque fueron un regaló que me hizo
mi tío-, no estará de más que se una en la celebración el centenario pequeño
y anónimo –entre los puntuales de J.Steinbeck y Rafael Alberti-, de un
Cuentacuentos como ha habido y hay, a miles, que, entre muchas, narraron
sus propias historias para deleite de unas niñas o niños, los cuales,
aun cuando hayan crecido, les siguen llevando en su corazón y en su memoria.
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