7 SEQÜÈNCIA AMB PORTA TANCADA I OBERTA
Secuencia con puerta cerrada y abierta


La señorita U., miraba la calle a través de los cristales de un balconcillo del segundo piso, en donde habitaba. Una calle estrecha y obscura porque siempre permanecía dándole la espalda al sol fuese cual fuese el punto de mira en el cual te colocases; los edificios eran altos y la barriada muy antigua, graciosa, pintoresca, y de esas que se incluyen siempre en el recorrido de las guías turísticas debido a sus célebres fiestas del mes de agosto.

La señorita U., contemplaba desde su puesto de observación, la cinta apretada de una calle llena de portales, de mercerías, de tiendas de ultramarinos, de material de oficina, papelerías, de bares, alguna granja y de las inevitables cajas de ahorro y bancos, éstos últimos de factura moderna, mezcla de mucho metal y vidrio, y también observaba la esquina en la cual agazapábase una fuente vieja, color plomo, con sus dos caños de latón verdoso, en tiempos sobredorado, a la que los niños, las palomas y los ancianos, iban a beber.

Junto a la fuente, bueno, varios pasos más allá alejándose de la esquina, se abría un portal, el único al que la señorita U., dedicaba una cierta apasionada contemplación en sus horas gratuitas de vigía; hace mucho tiempo, en el tercer piso del edificio al que el portal pertenecía, había habido una escuela de corte y confección, sistema Martí, la de la señora Eulalia y ella, a los 16 años, fue allí para aprender a coser... ¡Cuántos recuerdos, señor!...

El portal, un precioso portal modernista con sus pequeños zócalos a ras de acera por ambos lados, antiguo cuando ella era muchachita, coronado por el relieve de una orla ahora pintada de amarillo, y cuyo dintel de filigrana de hierro, evocaba aquella vidriera de cristales coloreados que ya no existían al haber sido, con el paso destructor del tiempo, reemplazada su desaparición por una vulgar tabla, el portal aquel, original puerta de dos hojas, una madera, la otra madera y cristal con sus elegantes cálices de flores, tan bellamente trabajadas ambas que el único acceso al que parecían permitir la entrada era al país de las hadas y no a un seriado bloque de vecinos, ese portal resultaba demasiado hermoso aún, pese a que ahora todo desentonaba en el conjunto de la sufrida fachada, excesivamente maquillada por las sucesivas restauraciones a lo largo de innumerables décadas, que habían hecho olvidar su color primitivo, un rosa ceniciento, y, desfigurado con mano torpe, los sutiles bajorrelieves de fantásticos iris estilizados, invasión que incluso llegó hasta los exquisitos balcones, sus otras víctimas indefensas junto con los batientes de la puerta, en la actualidad pintados de un verde a tono con el deslucido gris de la fachada, tan triste.

La señorita U., había empezado a aprender corte y confección en la academia familiar de la señora Eulalia, y yendo y viniendo de su casa al taller, conoció el incipiente galanteo de un jovenzuelo del barrio, ese que años más tarde, después de hacer la mili, se casó con la hija del dueño de la zapatería. La señorita U., que iba para modista, nunca lo fue, languideciendo en la sombría oficina de aquella diminuta agencia de transportes que ya no estaba al final de la calle porque hacía muchísimo tiempo que cerrase sus puertas, transformandose el local en una pastelería en la que no se necesitaban sus servicios, claro que, para entonces la señorita U., se acercaba a la jubilación.

Sin embargo la señorita U., no tenía edad, posiblemente nació vieja, y posiblemente también, moriría joven, muy joven, vuelta a la infancia debido a algún extraño milagro del padre Tiempo, siendo niña cuando no correspondía como había sido vieja cuando no procedió.

Su piso era muy antiguo, de esos que se heredaban de generación en generación en otros días más felices. Su piso era como un dinosaurio, una rareza antediluviana, el último clónico de su especie, o el penultimo al menos, y cuando ella ya no estuviese, se convertiría probablemente en la consulta de un dentista, de algún pediatra o de una echadora de cartas de esas que salen por la tele, ¡vaya usted a saber!, pero la señorita U., nunca pensaba en cosas tan irremediables, de hecho apenas pensaba, ella vivía con los ojos y, a veces, en el pasado, eso cuando llegaba el Domingo de Ramos, el lunes de Pascua, la Noche de San Juan, la Virgen de Agosto, Todos los Santos o Navidad, entonces sí que recordaba, o mejor dicho, captaba, y al margen de esas efemérides tan puntuales, nada más existía, sólo imágenes flotantes y el olor de la calle, tan vivo, mezcla de monóxido de carbono, lluvia, verduras, frutas, café con leche, cocas recién hechas, y los ruidos, los coches, las voces, la vida, en suma, la vida de su barrio... Y, a más, estaban los vecinos de los edificios frente al suyo, cada uno en su ventana o en su balcón, asomándose diariamente como los actores en un escenario para interpretar el pequeño papel cotidiano: la señora que riega las plantas a hurtadillas porque sabe de sobras que no lo debe hacer en horas prohibidas, la recién casada que hace las camas de prisa y corriendo porque son las 3 y acaba de llegar del trabajo, el jubilado que se aferra a los hierros del balcón como si de los de una cárcel se tratara, el matrimonio con dos hijos que se pasa los días y las noches chillándole a uno y consintiendo al otro, el piso vacío con su cartel de SE ALQUILA, que ya lleva, por lo menos una eternidad esperando dueño, esa peluquería llena de movimiento en la cual las aprendizas cambian constantemente, y abajo,a pie de calle, la pescadería del barrio, y junto a ella, mar y montaña, la tienda de flores del señor Ciscu... El señor Ciscu es corpulento, calvo y su cara redonda aparece siempre congestionada, como si le fuese a dar un ataque de apoplejía... Una mañana la tienda no se abrió y la señorita U., pensó que al señor Ciscu le había pasado slgo, pero no, nada de eso, pues al cabo de 72 horas de intriga, reapareció el buen hombre tan campante y no dando muestras, precisamente, de haber vivido ningún percance irremediable, luego comentaría que había ido, por primera vez, a una feria de flores en el extranjero, o al menos eso dijo él...

Ahora bien, un día si que sucedió algo... Algo terrible, que cayó como un rayo en el tranquilo barrio. Aquel matrimonio que siempre le estaba gritando a su hijo mayor porque llevaba un pendiente en la oreja, porque se peinaba a la moda punky, porque quería tatuarse un dibujo en la muñeca, se encontró con que les llamaron a las 10 de la noche, la policía, para notificarles que su hijo había muerto en un accidente. Él no sabía conducir y estaba en el coche de unos amigos, inmóvil el vehículo junto a una acera, y vino otro coche y les dio un topetazo huyendo después. Fue un estúpido accidente que no debió nunca haber tenido lugar, como lo son todos, y el muchacho murió de un golpe en la sien. Tenía 18 años, era un chico muy simpático y amable, un buen chaval al que no le gustaba estudiar aunque siempre se buscaba mil y una actividades tan diversas como, por ejemplo, el trabajar en un pizzería, cuidar de un anciano parapléjico sacándole de paseo, e incluso ejercer de canguro ocasional, si se lo pedían.

El barrio entero se volcó llenando de coronas su ataúd, y la señorita U., a quien en varias ocasiones él ayudase a cruzar la calle, tímidamente agregó su nombre en la cinta de la bandeja que costearon entre todos los vecinos. La madre no fue al entierro, se quedó en casa con un familiar, quien luego diría que fue horrible, ya que a ella le dio por reirse como una loca durante mucho rato, mientras que el padre, desmoronado, salió de la portería sostenido entre cuatro, con su hijo pequeño de doce años al lado, éste pálido, los ojos llorosos y los labios fuertemente apretados.

A cada nueva estación la señorita U., se iba encogiendo un poco, a veces le dolían las articulaciones, a veces le dolía la espalda, a veces casi no podía caminar, a veces se mareaba, sufría vahídos, y era horroroso, a veces tenía palpitaciones y creía que le iba a dar un ataque cardíaco, a veces perdía la memoria o bien, las imágenes se superponían en su cerebro configurando remembranzas confusas, de situaciones que ella nunca había vivido, eran como recuerdos que no le perteneciesen, de otras personas, de otras existencias, y que intentaran tomar carta de naturaleza en su mente, haciendo que la angustia y la inseguridad se apoderasen de ella al no conseguir identificarlos ya que se le escapaban resbalando los unos sobre los otros como en un tobogan de personas que, aturdidas, caen entremezcladas, lo que causaba el que le entrase un sudor frío, dominándola el pánico incontrolado.

Cierta tarde, la señorita U., quien prefería la soledad por compañera, se cayó al suelo y pensó que se había roto la cadera, mas afortunadamente no fue más que un susto del que nadie se enteró.

La señorita U., era sólo unos ojos mirando a través de los cristales del balconcillo de su casa, quizá un día únicamente quedaran los ojos, como dos centinelas fantasmagóricos, escudriñando detrás de los vidrios por toda la eternidad, y el piso restaría desocupado sin darse cuenta la gente, pensando que siempre había estado así, vacío, lleno de muebles viejos y en el olvido. ¿Quién es el inquilino?: vive en el campo, se fue hace años pero paga regularmente el alquiler, tenemos que llamarle... .

La señorita U., recordaba vagamente un cuento que leyera en su infancia, ¿en su adolescencia?, (el taller de corte y confección, el portal modernista falso acceso al reino de las hadas, la fuente de la esquina, el Albert, que se casó con la hija del dueño de la zapatería), y que narraba la historia de Snegoroshka, la muñeca de nieve que existió un invierno y al llegar la primavera derritióse bajo los primeros rayos del sol y el agua fue bebida por la hierba y ya no hubo más...

20.4.2000

 

8 PORTA DE MARROC
Puerta de Marruecos