LA HISTORIA DE LA MANO CORTADA
Catalán

¡Haz clic y verás la ilustración completa!Nací en Constantinopla, mi padre trabajaba de dragomán (intérprete) en la Puerta (de la corte turca) y, muy cerca, tenía una tienda bastante lucrativa, de ricas esencias y tejidos de seda. Me dio una buena educación, de una parte de la cual fue él mismo el instructor, y la otra parte me la dio mandándome recibir clases de nuestro cura. Desde el principio dispuso que yo me haría cargo de su negocio; tal como lo había previsto, cuando tuve más conocimientos, y siguiendo el consejo de un amigo, decidió que debía estudiar medicina, porque un médico, habiendo aprendido algo más que los vulgares charlatanes del mercado, tiene más posibilidades de hacer fortuna en Constantinopla. Por nuestra casa pasaban muchos franceses, y mi padre trabó amistad con uno con el que me envió a París, en donde aquellos estudios se podían hacer gratuitamente y de la mejor manera; aquel francés le ofreció pagarme el viaje cuando regresara a Francia. Mi padre, que cuando era joven también había viajado, lo aceptó y el francés me dijo que debía estar preparado para partir a los tres meses. Yo no cabía en mí de tan contento como estaba por poder ir al extranjero y esperaba ansioso el momento de embarcar. Por fin, el francés terminó de arreglar sus negocios y se preparó para el viaje. El día antes de salir, mi padre me llevó a su habitación, donde había colocado espléndidos vestidos y armas encima de la mesa. Pero lo que más me llamó la atención fue un gran montón de oro, ya que nunca había visto tanto junto. Mi padre me abrazó allí mismo y me dijo:

—Mira, hijo mío, te he preparado ropa para el viaje. Estas armas son tuyas; son las mismas que me dio tu abuelo cuando yo salí al extranjero. Sé que las sabes utilizar, pero hazlo sólo si te atacan y, si se da el caso, sé contundente. No tengo un gran patrimonio; ya lo ves, lo he dividido en tres partes una de ellas es tuya, otra es para mantenerme y de reserva, y la tercera, que considero un patrimonio sagrado e inviolable, te servirá para cuando tengas un momento de necesidad.

Esto es lo que me dijo mi anciano padre mientras se le anegaban los ojos, quizás porque presentía que no volveríamos a vernos.

El viaje fue bien desde el principio; acabábamos de poner los pies en tierra francesa y al cabo de seis días de viaje ya estábamos en París. Una vez allí, mi amigo francés me alquiló una habitación y me aconsejó que tuviera cuidado con el dinero, que en conjunto ascendía a dos mil táleros. Estuve viviendo tres años en aquella ciudad, y aprendí lo que debe saber un buen médico; pero mentiría si dijese que estuve a gusto allí, porque las costumbres de aquella gente no me gustaban; tampoco tenía muchos amigos, pero los que hice eran personas generosas. La añoranza acabó afectándome; en ningún momento me llegaron noticias de mi padre y aproveché una ocasión favorable para volver a casa.

Se trataba de una delegación francesa de viaje a la Sublime Puerta. Trabajé como médico cirujano del ministro plenipotenciario i volví feliz a Constantinopla. Pero encontré cerrada la casa de mi padre y los vecinos, sorprendidos al verme, me dijeron que mi padre había muerto hacía dos meses. Aquel cura, que había sido mi maestro cuando era joven, me trajo la llave de casa; solo y desvalido entré en la desolada casa. Todo lo encontré tal como lo dejó mi padre, sólo faltaba el oro que había prometido sería para mí. Pregunté al cura qué sabía de ello y éste se inclinó y dijo:

—Vuestro padre murió como un hombre santo, porque legó su oro a la Iglesia.

Esto no lo entendí ni entonces ni lo entiendo ahora, pero ¿qué podía hacer? No tenía ningún testigo para contradecir al cura y, aún podía estar contento de que no hubiese considerado también la casa y los otros bienes como una herencia. Aquella fue la primera desgracia que me ocurrió. Desde entonces me ocurrieron una tras otra. De mi prestigio como médico no se enteró nadie, porque me daba vergüenza hacer de charlatán y, sobre todo, me hacían falta las recomendaciones de mi padre, que me habrían introducido en el mundo de los ricos y de la aristocracia, que en aquellos momentos ya ni se acordaba del pobre Zaleukos. Ah, las mercancías de mi padre no tuvieron salida porque los clientes de siempre ya se habían dispersado, y los nuevos se hacen poco a poco.

Cuando reflexionaba seriamente, desesperado por mi nueva situación, se me ocurrió que con frecuencia se veían franceses por mi pueblo que recorrían el país y vendían el género en los mercados; recordé que a la gente le gustaba comprarles cosas a ellos, porque venían del extranjero y en este tipo de comercio se puede obtener el cien por cien. Tomé una decisión inmediatamente. Vendí la casa de mi padre, di una parte del dinero a un buen amigo para que lo guardase, y con el resto compré cosas que en Francia van escasas; como los mantones, tejidos de seda, ungüentos y aceites. Compré un billete en un velero y empecé mi segundo viaje a Francia. Tan pronto hubimos pasado los Dardanelos, ya tuve la impresión de que la suerte volvía a serme favorable. El viaje fue corto y venturoso. Atravesé ciudades grandes y pequeñas y, por todas partes, encontré clientes deseosos de comprarme el género.

Mi amigo de Constantinopla no cesaba de enviarme provisiones y día tras día me fui haciendo con un patrimonio. Cuando me pareció que había ahorrado lo suficiente como para arriesgarme a montar un negocio mayor, me marché, con toda la mercancía, hacia Italia. Sin embargo, os he de confesar que hubo algo que no me ayudó mucho a hacer dinero; me había traído el equipo de cirujano para hacer algo más. Cuando llegaba a una ciudad, ponía anuncios de que había un médico griego que ya había curado a mucha gente y la verdad es que mis bálsamos y medicamentos me hicieron ganar muy pocos cequines[i].

Bien, pues por fin llegué a Florencia. Tenía la intención de quedarme una buena temporada en aquella ciudad, en parte porque me gustaba mucho y en parte, también, porque quería descansar un poco de tanto rodar por el mundo. Alquilé unos bajos en el barrio de Santa Croce y, no muy lejos de allí, un par de habitaciones que, pasando por una galería, daban a una taberna. A continuación repartí anuncios por todas partes presentándome como médico y comerciante; tan pronto tuve abierto el local, los clientes ya acudieron en masa y, si se daba la circunstancia que tenía precios más altos que los demás, pues aún venía más gente, ya que procuraba ser agradable y hacerme amigo de los clientes.

Hacía ya cuatro días que me lo pasaba bien en Florencia cuando, una tarde, en que estaba revisando las provisiones de ungüentos de los pequeños recipientes después de cerrar la tienda, como era mi costumbre, encontré un pedazo de papel, que no había visto antes, en una de las cajitas. Lo abrí y vi que se trataba de una invitación para encontrarme con alguien aquella misma noche, a las doce en punto, en un puente que le llaman Ponte vecchio. Estuve un buen rato pensando quien podía ser aquel que me invitaba de esta forma; dado que casi no conocía a nadie en Florencia, pensé debía ser alguien que me quería acompañar en secreto hasta algún enfermo, cosa que ocurría con bastante frecuencia. Por tanto, decidí comparecer a la cita; sin embargo, por precaución, me até a la cintura el sable que de aquella forma tan solemne me había regalado mi padre.

Cuando se acercaba la medianoche, me puse en camino y enseguida estuve en el Ponte vecchio. En el puente no había nadie y, con todo desierto y solitario, esperé a que apareciera quien me había citado. Era una noche fría, de luna llena y brillante, y yo miraba las olas del Arno que de lejos brillaban a la luz de la luna. Dieron las doce en la  iglesia de la ciudad, me erguí y ante mí vi a un hombre alto, cubierto completamente con una capa roja, con el extremo de la cual se tapaba la cara.

Al principio me asusté un poco, porque no lo había visto llegar, pero me serené enseguida y le dije:

—Ya que me habéis hecho venir hasta aquí, decidme ¿qué queréis?

El de la capa roja se volvió y dijo pausadamente:

—¡Sígueme!

La verdad es que me resultaba un poco inquietante tener que ir solo con aquel desconocido; me quedé donde estaba, y le dije:

—Pues no, estimado señor; si primero me quisieseis decir dónde; si también me mostraseis un poco vuestra cara para ver si dispongo de vuestra benevolencia...

Pero el de la capa roja hizo como si eso no le importase nada.

—¡Si no quieres, Zaleukos, quédate! —Respondió y se marchó.

Entonces me puse rabioso.

—¿Queréis decir —dije gritando—, que un hombre, como yo, puede dejarse tomar el pelo por cualquier desquiciado, habiendo tenido que esperar inútilmente en una noche fría como esta?

En tres saltos lo alcancé, lo agarré por la capa y alcé aún más la voz mientras me disponía a desenvainar el sable, pero me quedé con la capa en la mano, y el desconocido desapareció en la primera esquina. Éste me enfureció aún más; pero tenía la capa, y debía servirme de clave para aclarar aquella extraña aventura. Me la puse y volví a casa por donde había venido. No había dado aún cien pasos, cuando alguien me pasó a rozar y me dijo en voz baja y en francés:

—Vigilad, tened cuidado. Esta noche no hay nada que hacer.

No tuve tiempo ni de volverme que aquel alguien ya se había largado y sólo me dio tiempo de ver una sombra que se deslizaba por las paredes de las casas. Que aquella voz se había dirigido a la capa y no a mí, lo entendí, pero eso no me aclaraba nada de todo aquel misterio. Al día siguiente estuve pensando qué se podía hacer. Al principio pensé que seria conveniente utilizar la capa de señuelo, como si me la hubiese encontrado; pero de esta forma el propietario podía enviar a un tercero a buscarla, y yo me quedaría sin encontrar explicación alguna. La capa era pesada, de genuino terciopelo, rojo púrpura, ribeteada con piel de astracán y ricamente bordada con hilo de oro. El aspecto suntuoso de la capa me dio una idea, que decidí poner en práctica.

La llevé a la tienda y la puse a la venta, pero le fijé un precio tan alto que, estaba seguro, no iba a comprarla nadie. Mi intención era no perder de vista cualquier persona que preguntase por la capa, porque la figura del desconocido, que yo había visto cuando perdió la capa y que se me había mostrado claramente, la habría reconocido entre un millar. Vinieron muchos dispuestos a comprarla, ya que era una pieza extraordinariamente bonita y que llamaba mucho la atención; pero ninguno se parecía ni de lejos al desconocido, nadie me quería pagar el elevado precio de doscientos cequines Para mí era una cosa sorprendente que, cuando preguntaba si no había nadie en Florencia que pudiese llevar una capa como aquella, todo el mundo me respondía que no y me asegurase que no había visto nunca una pieza tan cara y de un gusto tan refinado.

Ya oscurecía cuando, por fin, vino un hombre joven, que ya había entrado en mi establecimiento y ya había estado regateando el precio de la capa. Tiró una talega de cequines sobre la mesa y me dijo, gritando:

—Vaya Zaleukos, quiero tu capa, aunque para ello tenga que mendigar —al tiempo que empezaba a contar sus monedas de oro.

Me encontré en un buen compromiso, sólo había colgado la capa a modo de reclamo para atraer al desconocido, y ahora se me presentaba un joven insensato diciendo que quería pagarme un precio monstruoso. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cedí porque, por otro lado, no estaba nada mal que la aventura de la pasada noche me diese aquellos beneficios. El joven se puso la capa y ya se iba, pero al llegar a la puerta se dio la vuelta y me entregó un papel, que encontró pegado a la capa, me miró y me dijo;

—Toma Zaleukos, esto no es de la capa.

Inmediatamente cogí aquel pedazo de papel, y leí lo que decía: “esta noche, a la hora que ya sabes, lleva la capa al Ponte vecchio. Allí te esperan cuatrocientos cequines”. Me quedé de piedra. ¡Había dejado pasar la suerte y desaprovechado la oportunidad de conseguir mi objetivo! Aún así, no me lo pensé dos veces; en un arrebato cogí los doscientos cequines; salí corriendo tras el joven que me había comprado la capa, y le dije:

—Tomad vuestros cequines, amigo mío, y devolvedme esta capa, me es imposible venderla.

En el primer momento, el hombre se lo tomó como una broma, pero luego se dio cuenta de que aquello iba de veras. Mi petición le hizo enfurecer como una mala cosa, me trató como a un loco y acabamos a tortazos. Pero tuve suerte y se la pude quitar y, cuando ya me disponía a huir, piernas para que os quiero, llegó la policía, alertada por aquel joven, y se nos llevó al juzgado, a los dos. El juez encontró que el caso era un poco extraño y adjudicó la capa a mi adversario. Yo no desistí. Ofrecí a aquel joven veinte, cincuenta, ochenta, hasta cien cequines, a más de los doscientos que él me había pagado, si me devolvía la capa. Lo que no consiguieron mis palabras lo consiguió mi oro. Cogió todos mis cequines y yo salí triunfante con mi capa, pero tuve que tragarme que todo Florencia me llamara loco. Ahora bien, me daba lo mismo lo que pensase la gente, porque yo sabía mejor que nadie que me había salido con la mía.

Esperé a que llegara la noche con impaciencia. Fui hacia el Ponte vecchio, con la capa bajo el brazo, a la misma hora que la noche pasada. Cuando el reloj dio la última campanada, se me acercó el mismo personaje. Era el mismo hombre, sin duda alguna.

—¿Tienes la capa? —me preguntó.

—Si, señor —le respondí—, pero he tenido que pagar por ella unos cuantos centenares de cequines al contado.

—Ya lo sé —respondió—. Mira esto con atención, aquí hay cuatrocientos.

Nos acercamos los dos hasta una barandilla ancha del puente y me ayudó a contar las monedas de oro. Había cuatrocientas; a la luz de la luna lucían magníficas y aquel brillo me ensanchó el corazón de contento. ¡Ni de lejos sospeché que sería la última vez! Metí el dinero en mi bolsillo e intenté ver bien la cara de aquel desconocido, pero llevaba un antifaz desde donde me miraban unos ojos negros, aterradores.

—Os doy las gracias por vuestra bondad —le dije—. Ahora decidme, ¿qué queréis de mí? Pero antes debéis de saber que no voy a hacer nada impropio.

—No os preocupéis innecesariamente —respondió, mientras se echaba la capa sobre su espalda

—Busco vuestra ayuda como médico, pero no para un vivo, sino para un muerto.

—¿Cómo es eso? —dije con estupor.

—Vine a tierras extranjeras con  mi hermana —empezó a explicarme, al tiempo que me hacía señas para que le siguiera—, estábamos aquí en casa de unos amigos de la familia. Mi hermana se murió ayer a causa de una rápida enfermedad y los familiares la quieren enterrar mañana. Pero es costumbre de nuestra familia que todos descansen en la tumba del padre, por eso, a todos aquellos que han muerto en tierra extraña, los han devuelto embalsamados. A los familiares, yo sólo les quiero dejar el cuerpo, pero a mi padre le quiero llevar,  como mínimo, la cabeza. Así la podrá ver otra vez.

Aquella costumbre y lo de cortar la cabeza de un familiar, me pareció espantoso. A pesar de ello, no hice ningún comentario para no ofender al forastero. Por este motivo, le dije que podía intentar embalsamar el cuerpo y le pedí me condujese donde estaba la difunta. De todas formas, le dije que no entendía por qué tenía que hacerlo de noche y en secreto, y me respondió que a sus familiares aquella idea les parecía cruel y que, de día, ya no habían consentido en cortarle la cabeza. Pero una vez estuviera cortada, ya no podrían quejarse; él hubiera preferido traerme la cabeza para embalsamarla, pero un sentimiento natural le había reprimido de cortarla él mismo.

Mientras, habíamos llegado a una casa grande y lujosa. Mi acompañante me indicó el objetivo de nuestro paseo nocturno. Pasamos de largo la puerta principal de la casa, entramos por otra pequeña, que el forastero cerró con mucho cuidado tras de sí, y subimos, a oscuras, por una escalera de caracol. Ésta daba a un pasillo casi oscuro que conducía a una habitación iluminada por una lámpara que colgaba del techo. Entramos.

En aquella habitación yacía el cadáver en una cama. El forastero volvió la cabeza e hizo como si quisiese ocultar las lágrimas. Me señaló la cama con el dedo, me ordenó que hiciese enseguida lo que tenía que hacer, y se marchó.

Saqué el bisturí, que como cirujano llevo siempre conmigo, y me acerqué a la cama. Sólo se podía ver la cabeza del cadáver, pero era una muchacha tan bonita que instintivamente me embargó un sentimiento de compasión. El cabello largo y negro le colgaba por los costados de la cama, su cara estaba pálida y tenía los ojos cerrados. En primer lugar hice una incisión en la piel, tal como hacen los cirujanos cuando han de cortar algún miembro. Acto seguido tomé el bisturí más afilado y, con un movimiento, le corté el cuello. Pero ¡qué horror! El cadáver abrió los ojos y aunque los volvió a cerrar enseguida, emitió un profundo gemido. Me dio toda la impresión que expiraba al tiempo que un chorro de sangre me salpicaba. Estaba convencido de que había matado a la pobre chica porque muerta, seguro que lo estaba. Con aquella herida no había salvación posible. Me quedé allí unos minutos angustiado por aquella pesadilla en que me había metido. ¿Me engañó el de la capa roja o la chica sólo aparentaba que estaba muerta? Esto último era lo más probable. Pero no le podía decir al hermano de la difunta que un corte no tan drástico podrá haberla reanimado, sin matarla. Por eso quise volver a separar la cabeza enseguida, pero la moribunda se volvió a quejar, tuvo una convulsión horrorosa y murió. Me quedé desencajado por el miedo y salí precipitadamente de la habitación. Fuera, el pasillo estaba del todo a oscuras porque habían apagado la lámpara. No vi ningún rastro de aquel hombre, y tuve que adivinar a tientas el camino hacia la escalera de caracol. Finalmente, a patinazos y trompicones, la encontré. Abajo tampoco había nadie; la puerta estaba sólo entornada, y respiré aliviado al llegar a la calle, porque aquella casa se me estaba echando encima. Empujado por el miedo, no paré de correr hasta llegar a casa y me hundí en los almohadones de mi cama, intentando olvidar la monstruosidad que acababa de cometer. Me venció el sueño y la luz del día me sorprendió en la cama. Estaba seguro que el hombre que me había empujado a cometer aquel crimen tan perverso, que es lo que entonces yo me figuraba, no me denunciaría. Decidí ir a mi establecimiento y volver a mi negocio, y hacer como si nada hubiese ocurrido. ¡Pobre de mí! En aquel momento me di cuenta que debía afrontar otro inconveniente. Eché en falta el sombrero y el cinturón, y también el bisturí. Estaba seguro de que me lo había olvidado todo en la habitación de la difunta o, como mínimo, de haberlo perdido al salir corriendo. Desgraciadamente, la primera posibilidad era la más probable y, siendo así, podían culparme del asesinato.

Abrí la tienda a la hora de costumbre. El vecino se me acercó como hacía cada día, ya que era un hombre muy hablador.

—¿Ea, que pensáis de eso tan terrible? —empezó diciendo—. ¿De eso que ha ocurrido esta noche?

Hice como si nada supiese.

—¿Cómo es posible que no sepáis nada? ¿Si la noticia ha corrido como reguero de pólvora? ¿No sabéis que la flor más bonita de Florencia, la joven Bianca, hija del gobernador, ha sido asesinada esta noche? Ay señor, ayer mismo la vi tan contenta paseando por la calle con su prometido, con quien, hoy precisamente, se tenía que casar.

Cada palabra del vecino era como si me clavasen un puñal en el corazón. Aquella tortura fue larga, porque todos los clientes me explicaban la misma historia una y otra vez. Cada vez me la contaban de una forma más aterradora y, con todo, nadie la podía explicar tan aterradora como yo la había visto. Cerca del mediodía vino a la tienda un oficial del juzgado y me pidió que hiciese salir a la gente.

Signore Zaleukos —dijo a la vez que me mostraba todo lo que yo había echado en falta—, ¿son suyas estas cosas?

Dudé un momento si debía negarlo o no, pero cuando, por la puerta entreabierta de la tienda, vi a mi casero y muchos conocidos que podían testificar en mi contra, decidí no empeorar las cosas con una mentira y reconocí que aquellas cosas eran mías. El oficial me pidió que le siguiese y me condujo hasta un gran edificio que, constaté, se trataba de la prisión. Me asignó una celda y dijo que me esperase.

Cuando, al quedarme solo en la celda, pude reflexionar, vi con claridad que mi situación no era nada buena. No podía dejar de pensar que había matado a la chica, aunque lo había hecho sin querer. Tampoco podía dejar de pensar que el brillo del oro me había ofuscado, de lo contrario no hubiese caído en la trampa tan ciegamente. Al cabo de dos horas de mi detención, me sacaron de aquel sitio y me llevaron al final de una larga escalera hasta una gran sala. Allí había doce hombres, la mayoría ancianos, sentados tras una mesa tapizada de color negro. Había bancos a ambos lados de la sala, donde estaba sentada toda la aristocracia de Florencia. En los palcos había una multitud de espectadores. Estando ya delante de la mesa, un hombre de aspecto lúgubre se levantó; era el gobernador. Se dirigió a los allí reunidos y les dijo que como padre de la víctima no podía ser juez en aquel caso y que, por aquel motivo, cedía su lugar al senador más anciano. Aquel senador era un anciano de, como mínimo, noventa años. Se puso de pié, medio encorvado, unas greñas de cabellos blancos le colgaban de las sienes, pero tenía los ojos enérgicos y la voz fuerte y segura. Empezó preguntándome si me confesaba culpable del asesinato. Le pedí que me escuchase y le expliqué de forma clara y precisa lo que sabía y lo que había hecho. Me di cuenta que, mientras yo hablaba, el gobernador empalidecía y enrojecía sucesivamente y, al terminar, explotó de rabia.

—¡Que desvergüenza! —me dijo gritando— ¿Cómo te atreves, un criminal como tú, imputar a otra persona lo que has cometido por codicia?

El senador le llamó la atención por haber interrumpido y haberse adjudicado espontáneamente el derecho a hablar; además, no estaba comprobado que yo hubiese cometido el delito porque, según había dicho antes él mismo, no había habido robo a la difunta. Eso es verdad. El senador continuó, y le dijo al gobernador que debía dar cuenta de la vida de su hija, porque sólo así se podría decidir si yo decía la verdad, o no. En aquel punto se suspendió la sesión para, tal como explicó, poder investigar los papeles de la chica muerta, que el gobernador debía facilitarle. Me llevaron otra vez a mi celda, donde pasé un día muy abatido, continuamente preocupado, con unas ganas tremendas de que pudieran relacionar, de alguna forma, el asesinato con el hombre de la capa roja. Al día siguiente entré esperanzado en la sala del juicio. Había un montón de cartas encima de la mesa. El anciano senador me pidió si era mía aquella letra; las miré y vi que las había escrito la misma persona que me envió las notas. Lo hice saber al senador, pero tuve la impresión de que no me hacían ningún caso y contestó que yo podía, o quizás debía, haberlas escrito todas, ya que la firma de las cartas era inequívocamente una Z, la primera letra de mi nombre. Las cartas estaban llenas de amenazas a la chica muerta y de advertencias por el casamiento que debía de celebrarse.

Se notaba la influencia del gobernador por la forma más severa y más desconfiada en que me trataban aquel día. Pedí que comprobasen mi letra con los papeles que pudiesen encontrar en mi casa, pero me dijeron que habían ido y no habían encontrado nada. De esta forma se desvanecieron mis esperanzas, al acabar el juicio y, cuando al tercer día me condujeron de nuevo a la sala, me leyeron la sentencia en la cual me hallaban culpable de asesinato premeditado. Esto fue lo que entendí. ¡Abandonado de todos, sin lo que más quería, lejos de casa, debía morir de un hachazo, inocente y en la flor de la vida!

La tarde de aquel día de mal recuerdo, que había decidido mi destino, estaba solo sentado en mi calabozo; sin esperanza y con el pensamiento concentrado en una muerte tétrica. Entonces se abrió la puerta de la celda y entró un hombre que me observó un rato en silencio.

—Ya te he encontrado, Zaleukos —dijo.

Por la débil claridad de mi lámpara no le había reconocido, pero su voz me evocó recuerdos. Era Valetty, uno de aquellos pocos amigos que hice en París cuando era estudiante. Me dijo que estaba casualmente en Florencia, en donde vivía su padre que era una persona conocida; se había enterado de mi historia y había venido para volverme a ver, y para saber de viva voz si era capaz de haber cometido un asesinato tan monstruoso. Le expliqué toda la historia. Creo que todo lo que le expliqué le sorprendió mucho y me esforcé en hacerle ver, a él, mi único amigo, que todo lo que le había dicho era cierto y que no le decía ninguna mentira. Le juré con el juramento más solemne que todo era verdad y que no me sentía culpable de nada más que de, ofuscado por el brillo del oro, no haberme percatado de lo absurdo de la explicación del desconocido.

—¿Entonces, tu no conocías a Bianca? —me preguntó.

Le aseguré que ni siquiera la había visto. Entonces Valetty me dijo que en aquel asunto  había un profundo secreto, que el gobernador había precipitado la tramitación de la sentencia, y que corría el rumor que hacía tiempo que yo conocía a Bianca y la había asesinado para vengarme de que se hubiese casado con otro. Me dio a entender que todo aquello era cosa del hombre de la capa roja y que yo no podía demostrar su complicidad.

Valetty me abrazó llorando y me prometió que haría todo lo posible para, como mínimo, poder salvarme la vida. Yo no albergaba muchas esperanzas, sin embargo, sabía que Valetty era un hombre listo, que tenía experiencia en cuestión de leyes y que haría lo posible para salvarme. Pasé dos larguísimos días sin tener noticias y, por fin, apareció Valetty.

—Te traigo consuelo pero también dolor. Vivirás y serás libre, pero perderás una mano.

Le di las gracias, conmovido. Me dijo que el gobernador se había mostrado inflexible, pero que, finalmente, para que no le acusaran de injusto, le permitió revisar el caso con la condición de que si en libros de la historia florentina encontraba otro caso semejante al mío, me debían aplicar la misma condena que hubiesen aplicado al otro. Valetty y su padre habían trabajado día y noche leyendo libros antiguos y por fin habían encontrado un caso idéntico al mío. La sentencia decía: se le cortará la mano izquierda, se le confiscaran los bienes y será desterrado a perpetuidad. Esta era, por tanto, mi sentencia y debía prepararme para las horas especialmente difíciles que me esperaban. No quiero volver a revivir la imagen de aquel momento en que dejé la mano encima del pilón del mercado y que la sangre me salía a borbotones.

Valetty me tuvo en su casa mientras estuve convaleciente, después me suministró todo el dinero necesario para el viaje, ya que todo aquello que tanto me había costado conseguir se había convertido en botín para los jueces. Viajé de Florencia a Sicilia y allí tomé el primer velero que salía hacia Constantinopla. Puse todas las esperanzas en la suma de dinero que había dejado confiada a mi amigo y también le pedí que me dejase vivir en su casa, pero me sorprendió mucho cuando me contestó que ¡porqué no me instalaba en casa! Me dijo que un forastero había comprado en mi nombre mi casa del barrio de los griegos; el vecino añadió que también le dijo que volvería pronto. Estos amigos me acompañaron enseguida y fui muy bien acogido por todos los antiguos conocidos. Un anciano mercader me dio una carta que el forastero le había dado para mí.

La leí: “Zaleukos, hay dos manos dispuestas a trabajar sin descanso para que tu no eches en falta la tuya. Esta casa que ves ahí, y todo lo que hay en ella, es tuya y cada año recibirás tanto que serás el más rico de tu pueblo. ¿Querrías perdonar a alguien que es más desgraciado que tú?”. Me imaginé quien era, aquel que me había escrito la carta, y el mercader, respondiendo a mi pregunta, me dijo que el hombre debía ser francés y que llevaba una capa roja. Esto era suficiente para estar seguro de que el desconocido no podría mostrar ningún otro sentimiento noble. En mi nueva casa encontré todo lo mejor y, también, un establecimiento provisto con artículos aún más bonitos que los que yo jamás había tenido.

Han pasado ya diez años de todo esto; continúo viajando por negocios más por vieja rutina que por necesidad; eso sí, no he vuelto a ver aquella tierra en la que me sentí tan desgraciado. Desde entonces, cada año recibo mil monedas de oro y, aunque no puedo decir que la generosidad de aquel desgraciado me disguste, también es verdad que no puede comprar el sufrimiento de mi alma, porque siempre tendré presente la imagen de la pobre Bianka.

Zaleukos, el griego, había terminado su historia. Todos le habíamos escuchado con emoción, además, nos dimos cuenta que el forastero estaba muy emocionado; tuvo que respirar profundamente unas cuantas veces y Muley, incluso, le vio lágrimas en los ojos. Estuvieron mucho rato hablando de aquella historia.

—¿Y no odias a este desconocido que tanto daño te ha hecho y que puso tu vida en peligro? —le preguntó el forastero.

—Ya lo creo, al principio hubo momentos en que le odiaba —contestó el griego—. Le acusaba ante Dios, de todo corazón, por haberme causado aquel sufrimiento y haberme envenenado la vida, pero encontré consuelo en la religión de mi padre. Esta religión me exhortaba a perdonar a los enemigos y, por otro lado, él es aún más desgraciado que yo.

—¡Sois un hombre noble! —exclamó el forastero y, emocionado, estrechó la mano del griego.

El jefe de la guardia interrumpió aquella conversación. Entró en la tienda con gesto preocupado para informar que no debían perder la serenidad, pero que estaban en un lugar en donde normalmente atacaban a las caravanas y que, además, sus vigías habían visto acercarse un grupo de hombres a caballo.

A los mercaderes les aterrorizó la noticia. Pero Selim, el forastero, se extrañó de que se preocuparan y les hizo comprender que si iban tan bien protegidos no debían atemorizarse por un destacamento de ladrones árabes.

—¡Sí, tiene razón, señor! —le respondió el jefe de los vigías— Si sólo fuera por esta gentuza, pero desde hace algún tiempo el terrible Orbassan ha vuelto a las andadas, y con éste es mejor estar ojo avizor.

El forastero preguntó quién era este Orbassan y Achmed, el anciano mercader, le contestó:

—La gente explica cosas de todo tipo de este hombre terrible. Unos le tienen por un ser sobrenatural, porque frecuentemente se ha escapado de escaramuzas contra cinco o seis hombres a la vez; otros le tienen por un francés intrépido, tocado por la mala suerte pero, ante todo, seguro que es un ladrón y un malvado bandolero.

—Esto no podéis afirmarlo con seguridad —le replicó Lezah, uno de los mercaderes—. Quizás sea un ladrón, pero también es un hombre noble. Así se lo demostró a mi hermano y os puedo explicar una historia a modo de ejemplo. De su pandilla ha hecho un grupo bien organizado y mientras ellos andan por el desierto, ninguna otra banda se atreve a salir por ahí. Tampoco roba como los demás, sino que recauda un impuesto de protección de las caravanas, y todo aquel que le paga voluntariamente puede continuar sano y salvo.

Los viajeros hablaban de estas cosas en la tienda, pero los guardias que vigilaban el lugar empezaron a intranquilizarse. Habían visto que les seguía un grupo bastante considerable de hombres a caballo, a los que llevaban media hora de ventaja. Uno de los vigilantes entró en la tienda para anunciar que realmente les asaltarían. Los mercaderes pidieron la opinión de todos acerca de qué se debía hacer, si plantarles cara o esperar y ver qué ocurría. Achmet y los dos mercaderes ancianos preferían esperar, pero el exaltado Muley y Zaleukos querían plantar cara y pidieron al forastero que les diese apoyo. Pero éste se quitó el pañuelo azul con estrellas rojas que llevaba metido en la faja, tranquilamente lo ató a una lanza y ordenó a uno de los esclavos que lo clavase en lo más alto de la tienda. Dijo que ponía su vida como prenda de que cuando los jinetes vieran aquella señal pasarían sin hacer nada. Muley no se lo creyó, a pesar de ello el esclavo clavó la lanza en lo alto de la tienda. Mientras, todos los que estaban en la tienda cogieron las armas y esperaron tensos la llegada de los jinetes. Pues, sí que vieron la señal, porque de pronto cambiaron de dirección y pasaron de largo la caravana, dando un gran rodeo.

Los viajeros se quedaron unos momentos asombrados, mirando ora a los jinetes, ora al forastero, que estaba delante de la tienda en actitud indiferente, como si no ocurriese nada, y mirando hacia la explanada.

Finalmente Muley rompió el silencio:

—¿Quién eres, poderoso forastero —le gritó—, que con una señal puedes dominar las hordas salvajes del desierto?

—Me dais más méritos de los que me merezco —respondió Selim Baruch—. Con esta señal he procurado evitar que nos capturasen. Lo que significa no lo sé, sólo sé que quién viaja con esta señal tiene una protección muy poderosa.

Los mercaderes le dieron las gracias y le nombraron su salvador. La verdad es que aquella banda estaba formada por tantos hombres que los de la caravana no habrían podido hacer nada contra ellos. 

 Se retiraron más calmados y, cuando el sol empezó a ponerse y el viento del atardecer ya pulía de arena la llanura, levantaron el campamento y continuaron el viaje.

Al día siguiente acamparon aproximadamente a un día de camino de la salida del desierto. Cuando ya los viajeros estuvieron otra vez reunidos en la tienda, el mercader Lezah tomó la palabra.

—Ayer os dije que el temido Orbassan era un hombre noble. Permitídme que hoy os dé constancia de esta cualidad con la narración del destino de mi hermano. Mi padre era Cadí en Akara. Tuvo tres hijos. Yo era el mayor y me seguían un hermano y una hermana que eran mucho más jóvenes que yo. Al cumplir los veinte años, un hermano de mi padre me llevó con él, a su casa. Me hizo heredero de sus bienes con la condición de que tenía que quedarme con él hasta que muriese. Pero vivió muchos años, de forma que sólo hace dos que regresé a mi casa. Hasta entonces no me enteré del terrible destino que había de afectar a mi familia y que Alá modificó con su benevolencia.


[i] Del italiano zecchino, moneda de oro antigua.

 

Continuarà...