Érase
una vez una caravana que pasaba por el desierto. En aquella inmensa
llanura, donde no se veía otra cosa que arena y cielo, se oían a lo
lejos las cencerrillas de los camellos y el plateado rodar de los
caballos. Una densa polvareda, que les iba a la zaga, anunciaba su
proximidad, y cuando alguna ráfaga de aire rompía la nube de polvo,
el brillo de las armas y el esplendor de los vestidos deslumbraban
la vista. Entonces un hombre que cabalgaba no muy lejos de la caravana
se acercó. Montaba un precioso caballo árabe enjaezado con una gualdrapa
atigrada, del correaje colgaban cascabeles de plata y en la crin del
caballo se balanceaba un precioso plumaje. El caballero tenía la apariencia
atractiva y sus vestidos hacían juego con la suntuosidad de su montura;
un blanco turbante ricamente bordado en oro cubría su cabeza; la túnica
y los bombachos eran de intenso color rojo y una curvada espada le
colgaba del costado. Llevaba el turbante calado a fondo; este detalle
y los ojos negros, brillantes, bajo sus espesas cejas y la larga barba
que le colgaba por debajo de su nariz aguileña, le daban un aspecto
temerario y salvaje. Cuando el caballero estaba a unos cincuenta pasos
de la avanzadilla de la caravana, puso su caballo al galope y en un
momento llegó al frente de la recua. Era un hecho tan insólito esto
de ver un caballero atravesar el desierto en solitario que el responsable
de la caravana blandió la lanza, por temor de un ataque sorpresa.
—¿Qué
queréis? —gritó el caballero, al ver que le recibían de aquella forma
tan belicosa—. ¿Creéis que un hombre solo puede atreverse a asaltar
la caravana?
Confundido,
el guardia retiró la lanza; pero el guía cabalgó hacia él y le pidió
qué quería.
—¿Quién
es el dueño de la caravana? —preguntó el caballero.
—No
es de un dueño —respondió
el otro, sino de un grupo de mercaderes que regresan de la Meca y
vuelven a su casa, y nosotros les guiamos por el desierto, porque
tienen miedo de la gente de mal vivir.
—En
este caso, llévame ante los mercaderes —solicitó el forastero.
—No
puedo hacerlo —contestó el guía—. Debemos de continuar sin detenernos,
y los mercaderes van ahí atrás, como mínimo, a un cuarto de hora de
marcha; pero, si lo queréis, podéis cabalgar a mi lado hasta que lleguemos
al lugar donde nos detendremos para hacer la siesta y podré satisfacer
vuestro deseo.
El
forastero no dijo nada más; agarró una larga pipa que llevaba atada
a la silla y se dispuso a fumar a grandes bocanadas mientras cabalgaba
junto al guía de la avanzadilla. Éste no sabía como comportarse con
aquel forastero; no se atrevía a preguntarle directamente por su nombre
e intentó entablar una conversación de manera tan persistente, que
el forastero se dio cuenta.
—Fumáis
buen tabaco.
O
bien:
—Vuestro
caballo tiene el galope intrépido.
Pero
el forastero cada vez contestaba sólo con unos escuetos “sí,
sí”. Finalmente, llegaron al lugar donde querían acampar. El guía
apostó a sus hombres y junto al forastero esperó a que llegase la
caravana. Treinta camellos cargados hasta los topes y dirigidos por
conductores armados se acercaban. Detrás de estos camellos, iban montados
en vistosos caballos los cinco mercaderes propietarios de la caravana.
Casi todos eran hombres de edad avanzada, de aspecto serio y solemne;
sólo uno se veía más joven que los demás y, también, más alegre e
impulsivo. Un gran número de camellos y caballos de carga cerraba
la caravana.
Armaron
las tiendas y acomodaron los camellos y caballos en círculo. En el
centro había una gran tienda con la cubierta de seda azul adonde el
guía de la avanzadilla acompañó al forastero. Cuando cruzaron el cortinaje
de damasco de la entrada, vieron a los cinco mercaderes sentados en
almohadones tejidos con hilo de oro, esclavos negros les servían comida
y bebida.
—¿A
quién nos traes aquí? —Preguntó, con un grito, el mercader joven al
guía.
Antes
de que el guía pudiese responder, lo hizo el forastero.
—Me
llamo Selim Baruch y soy de Bagdad. Una horda de malhechores me hizo
prisionero cuando viajaba a la Meca y hace tres días que, incomprensiblemente,
me han liberado de la mazmorra. El gran Profeta me hizo oír en la
lejanía el cascabeleo de vuestra caravana y por esta razón me acerqué
hasta aquí. ¡Permitidme que viaje en vuestra compañía! No os arrepentiréis
de darme protección ya que, tan pronto lleguemos a Bagdad, voy a recompensaros con creces vuestro favor. Soy
el sobrino del Gran Visir[i].
El
más anciano de los mercaderes tomó la palabra:
—¡Selim
Baruch! —dijo—, sed bienvenido a nuestra sombra! Nos llena de gozo
teneros entre nosotros; pero ante todo, sentaros y acompañadnos a
beber.
Selim
Baruch se sentó con los mercaderes y bebió y comió con ellos. Después
de comer, los esclavos retiraron los platos y les ofrecieron largas
pipas y sorbetes turcos. Los mercaderes estuvieron sentados largo
rato en silencio mientras contemplaban las volutas y espirales de
las azuladas bocanadas de humo que lanzaban y que terminaban esfumándose
en el aire. Finalmente, el mercader joven rompió el silencio:
—Hace
tres días que no hacemos otra cosa que estar así, sentados —dijo—,
del caballo a la mesa sin nada que nos ayude a pasar el rato. Experimento
un excesivo aburrimiento, porque estoy acostumbrado a ver bailar o
escuchar canciones y música después de comer. Querido forastero, ¿sabéis
de alguna manera de matar el tiempo?
Los
mercaderes ancianos continuaban fumando, serios y solemnes; aún así,
el forastero habló:
—Si
me lo permitís, os daré una idea. A mí me parece que en cada campamento
uno de vosotros podría explicar a los demás alguna historia. Esto
nos ayudaría a pasar el rato.
—¡Selim
Baruch, has hablado con palabra de sabio! —dijo Achmet, el mercader
más anciano—. ¡Aceptamos tu propuesta!
—Me
satisface que os haya gustado la idea —dijo Selim—, ya veis que no
os he sugerido nada indigno, por eso seré yo mismo el primero en hacerlo.
Divertidos,
los cinco mercaderes se acercaron entorno al forastero. Los esclavos
ofrecieron llenar los vasos otra vez, echaron tabaco fresco en las
pipas de sus amos y las encendieron con teas ardiendo. Selim se refrescó
la garganta con un buen trago de sorbete, se apartó su largo bigote
de la boca y empezó a hablar:
—Pues,
escuchad La historia del califa
cigüeña.
Continuarà...