LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier
2007 Divulgación cultural

VI

No sé cuánto tiempo estuve así; pero mientras me revolvía en la cama con rabioso espasmo, vi de pronto al abad Serapión inmóvil en medio de la habitación, estudiándome atentamente. Tuve vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el pecho, me tapé los ojos con las manos.

-Romualdo, hermano mío, os está ocurriendo algo anormal -me dijo apaciblemente Serapión, luego de unos minutos de silencio-. Vuestra conducta es en verdad inexplicable. Un ser pío, tranquilo y dulce como vos se agita en su celda como una fiera. Cuidaos, hermano, de no escuchar las sugestiones del diablo, porque el espíritu maligno, irritado por saberos desde ahora consagrado al Señor, te ronda y hace el último esfuerzo por atraeros hacia él. En vez de dejaros abatir, querido Romualdo, haceos una hermosa coraza de plegarias y mortificaciones, y combatid con fuerza al enemigo: sólo así venceréis. La prueba es necesaria a la virtud y el oro sale del más fino crisol, no temáis ni perdáis el ánimo. Las almas más aguerridas han padecido momentos semejantes. Rezad, meditad, ayunad: el espíritu maligno se batirá en retirada.

El discurso del abad Serapión me ayudó a volver a encontrarme a mí mismo, y a restituirme un poco de calma.

-Venía a anunciaros vuestra nominación en la parroquia de C***. Ha muerto el sacerdote que la tenía hasta ahora, y el obispo os ha designado para sucederle. Estad listo mañana.

Asentí con un movimiento de cabeza, y el abad me dejó de nuevo solo.

Abrí el misal y comencé a leer una plegaria, pero las palabras se me confundían ante los ojos, las ideas se confundía en mi mente y el libro se me deslizó de la mano sin que yo hiciera nada para retenerlo.

¡Partir mañana, sin haberla visto de nuevo! Agregar una ulterior imposibilidad a todas las que ya se interponían entre nosotros. Perder para siempre la esperanza de encontrarla, de no ser por milagro. ¿Y si le escribiera? ¿A quién jamás podía confiarme, vestido como lo estaba de los sacros paramentos? Experimenté una angustia indecible. Me volvió a la mente lo que el abad había dicho de los ardides del diablo, lo raro de toda la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonde, el resplandor fosforescente de sus ojos, el tacto ardiente de sus manos, la turbación en que me sumiera, la transfiguración que en mí se había operado, mi devoción que se deshiciera en un instante, todo probaba con claridad la presencia de Satanás y acaso aquella sedeña mano no fuese sino el guante que recubría su garra. Estos pensamientos me provocaron un inmenso terror: recogí el misal, y torné a orar.

Al día siguiente, Serapión vino a buscarme. Dos mulas aguardaban en la puerta, con nuestros escasos bagajes. Recorriendo las calles de la ciudad, escrutaba ansiosamente cada ventana, para ver si en ella aparecía Clarimonde, pero todavía era muy temprano, y la ciudad no había abierto aún los ojos. Mi mirada trataba de penetrar más allá de los cortinados que cubrían las ventanas de los palacios a lo largo de nuestro camino. Serapión debía sin duda atribuir este interés mío a la admiración por la elegante arquitectura de aquellos lugares, porque demoraba el paso de su cabalgadura para darme tiempo de ver todas las cosas.

 

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