LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier
2007 Divulgación cultural

III

Vestía un traje de terciopelo nacarado, de cuyas anchas mangas de armiño emergían unas manos aristocráticas, incomparablemente delicadas. Sus dedos largos y torneados eran de una transparencia tan perfecta que dejaban pasar la luz como la de la aurora se filtra en el horizonte nocturno.

Tengo esos detalles tan presentes como hubieran sucedido ayer, y aunque estaba intensamente confundido nada escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en la barbilla, el apenas perceptible vello en las comisuras de los labios, el terciopelo de su frente, la sombra trémula de las pestañas sobre las mejillas, captaba el más ligero detalle con una sorprendente claridad.

A medida que la observaba, sentía abrirse en mí puertas de las que hasta entonces no sospechaba ni siquiera su existencia, y la vida se me revelaba bajo una luz asaz diversa. Era como si naciera a una nueva existencia, a otro orden de ideas. Una aterradora ansiedad me oprimía el corazón, y cada minuto que pasaba me parecía al mismo tiempo un segundo y un siglo. La ceremonia, sea como fuere, proseguía, y me transportaba siempre más lejos de aquel mundo, cuya entrada asediaban furiosamente mis deseos recién nacidos. No obstante, en el momento fatal dije "sí". Hubiera querido decir "no", todo en mí se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi lengua le estaba haciendo a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba las palabras de la garganta, a pesar mío. Algo igual debe acontecerle a las muchas doncellas que van al altar con la firme resolución de rechazar al obligado esposo impuesto a la fuerza: llegado el momento, ninguna realiza su propósito. Algo igual debe acontecerle a todas las pobres novicias que terminan tomando el velo, aun cuando estuvieran muy decididas a desgarrarlo en pedazos en el momento de los votos. No se osa hacer estallar escándalo semejante en presencia de todos, ni decepcionar la expectativa de tantas excelentes personas. Se adivina, tejida y concentrada en vuestra respuesta, toda la voluntad de cada uno de los presentes: sus miradas fijas oprimen como una losa de plomo. Y además cada cosa se halla tan perfectamente preparada, todo se halla tan bien dispuesto por anticipado, y parece tan evidentemente irrevocable, que cualquier reacción personal sucumbe bajo aquel peso enorme y no puede sino ceder definitivamente.

La mirada de la bella desconocida mudaba gradualmente de expresión, a medida que la ceremonia continuaba. Al principio tierna y acariciadora, se teñía más y más de una suerte de desdén y desaprobación, como expresando descontento por no haber sido escuchada.

Hice un esfuerzo, que en sí hubiera sido suficiente para mover una montaña, tratando de expresar en un grito mi voluntad de no hacerme sacerdote. Pero nada logré; mi lengua estaba pegada al paladar, y me fue imposible traducir mi intención con el más insignificante gesto negativo. Me encontraba, aunque despierto, en una suerte de pesadilla, donde se intenta gritar una palabra de la que nuestra vida entera depende, si conseguir el resultado apetecido..

Ella pareció sensible al martirio que yo estaba sufriendo y, como si quisiera alentarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema, de los que cada mirada constituía una canción.

Era como si me dijera:

 

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