CARMILLA - Autor Sheridan Le Fanu
2007 Divulgación cultural

13

-El linaje de los Karstein -dijo- se extinguió hace mucho tiempo. Cien años, por lo menos. Mi mujer descendía de los Karstein por línea materna. Pero el apellido y el título desaparecieron hace casi un siglo. El castillo está en ruinas y el pueblo deshabitado; hace más de cincuenta años que no sale humo por sus chimeneas.

-Eso es lo que me han contado, exactamente. Y otras cosas que le asombrarán. Pero será mejor que lo cuente siguiendo un orden lógico. ¿Recuerda usted a mi sobrina? Era la muchacha más hermosa del mundo, y hace sólo tres meses estaba aún viva.

Mi padre apretó afectuosamente la mano del general. Las lágrimas llenaron los ojos del anciano, que no trató de ocultarlas.

-Mi sobrina era el consuelo de mi vejez. Y ahora, todo ha terminado. No me queda mucho tiempo de vida, pero, con la ayuda de Dios, confío en que antes de morir podré prestar un gran servicio al género humano.

La cosa empezó así: mi sobrina se preparaba con impaciencia para visitarles a ustedes. En el curso de aquellos preparativos, fuimos invitados a una fiesta ofrecida por mi viejo amigo el conde de Carlofed, cuyo castillo dista unas seis leguas del de Karstein. La noche en que empezó mi desgracia se celebró un fastuoso baile de máscaras. EI parque del castillo estaba, iluminado con farolillos de colores, y los fuegos artificiales fueron de una magnificencia nunca vista. ¡Y qué música! Usted ya sabe que la música es mi debilidad. Las mejores orquestas del mundo, y los mejores cantantes de ópera europeos. Nunca, había asistido a una fiesta tan brillante, ni siquiera en París. Mi querida sobrina estaba hermosísima. No iba disfrazada. La emoción y la alegría ponían en su rostro un encanto indefinible. Me di cuenta de que otra joven, que vestía lujosamente y llevaba un antifaz, miraba a mi sobrina con especial interés. La había visto ya al comienzo de la velada, en la terraza del castillo: estaba cerca de nosotros y su actitud demostraba un vivísimo interés. La acompañaba una dama, vestida con el mismo lujo y también cubierta con un antifaz, que tenía el aire autoritario de una persona de rango.

En aquel momento estábamos en un salón. Mi pobre sobrina había bailado mucho y descansaba sentada en una silla, cerca de la puerta. Yo estaba sentado junto a ella. Las dos damas se acercaron a nosotros y la más joven ocupó una silla vacía al lado de mi sobrina en tanto que la de más edad venía a sentarse junto a mí. Empezó hablando consigo misma, como si estuviera refunfuñando. Luego, aprovechándose de la impunidad que le confería el antifaz, se dirigió a mí en el tono de una antigua amiga, llamándome por mi nombre. Sus palabras excitaron mi curiosidad. Se refirió a las numerosas ocasiones en que nos habíamos encontrado, en la Corte o en alguna casa elegante. Hizo alusión a incidentes que yo no recordaba, pero que al serme citados por ella acudieron de nuevo a mi memoria.

Sentí que mi curiosidad iba en aumento. Deseaba ardientemente saber quién se escondía detrás de aquel antifaz, mientras la dama parecía divertirse con el juego. Entretanto, la joven, a la cual la dama de más edad llamaba con el extraño nombre de Millarca, había entablado conversación con mi sobrina. Se presentó a sí misma diciendo que su madre era una antigua amiga mía, elogió el vestido que llevaba mi niña y alabó discretamente su belleza. La divirtió con sus agudas observaciones acerca de la gente que se apiñaba en el salón, y, al poco rato charlaban como si se conocieran de toda la vida. Luego, la joven desconocida se quitó al antifaz; tenía un rostro bellísimo, de facciones tan agradables y seductoras que resultaba imposible escapar a su atractivo. Mi pobre sobrina quedó seducida al instante. También la desconocida parecía haber sido fascinada por mi sobrina. Por mi parte, valiéndome de la familiaridad que permite un baile de disfraces, dirigí algunas preguntas personales a mi interlocutora.

-Me ha puesto usted en un aprieto -confesé, riendo-.¿Quiere ser clemente conmigo ahora? ¿Por qué no me hace el honor de quitarse el antifaz, como ha hecho su hija?

-Es una petición descabellada -respondió-. ¡Pedir a una dama que renuncie a un privilegio! Por otra parte, no podría usted reconocerme: han pasado demasiados años desde que me vio por primera vez. Mire a mi hija Millarca y comprenderá que ya no puedo ser joven. Prefiero que no tenga usted ocasión de compararme con la imagen que conserva de mí. Además, usted no lleva antifaz y no puede ofrecerme nada a cambio.

-Recurro a su clemencia -dije.

-Y yo a la suya -replicó.

-Por lo menos, ya que me ha honrado con su conversación, le ruego que me diga su nombre. ¿Debo llamarla señora condesa?

Se echó a reír de buena gana y sin duda hubiera encontrado el medio de eludir mi pretensión, de no haberse producido un hecho fortuito... aunque ahora estoy convencido de que todo había sido planeado minuciosamente.

-Mire ... -empezó a decir, pero se vio interrumpida por la presencia de un caballero vestido de negro, de extraña apariencia y rostro exangüe como el de un cadáver. Tampoco iba disfrazado. Se inclinó cortésmente ante mi compañera y dijo:

-¿Me permite la señora condesa unas palabras en privado?

Mi interlocutora se volvió al instante hacia el recién llegado, llevándose un dedo a los labios para indicarle silencio. Luego, dirigiéndose a mí, se disculpó:

-Le ruego que me guarde el asiento, general: regresaré en seguida.

Se alejó en compañía del caballero vestido de negro. Vi cómo hablaban animadamente, antes de desaparecer entre la multitud.

Mientras me torturaba tratando de identificar a la dama que tan amablemente parecía recordarme, regresó acompañada del mismo caballero de rostro cadavérico. Oí que este último le decía: Le advierto, condesa, que el carruaje espera en la puerta. Y, tras inclinarse profundamente, desapareció.

-¿De modo que la perdemos a usted, señora condesa? Espero que será por poco tiempo -aventuré. Y me incliné a mi vez ante ella.

-Sí, tengo que marcharme -respondió-. Y es posible que mi ausencia se prolongue unas semanas. Acabo de recibir noticias muy desagradables ... y usted, ¿ha recordado ya quién soy?

-Ya le he dicho que no.

-Lo sabrá, descuide. Pero no ahora. Somos amigos, más íntimos y más antiguos de lo que usted sospecha. Pero ahora no le puedo revelar mi identidad. Dentro de tres semanas pasaré por su castillo. Entonces tendré mucho gusto en que reanudemos nuestra vieja amistad. De momento, estoy muy preocupada por la noticia que acaban de darme. Tengo que recorrer más de cien millas con la mayor rapidez posible. Y si no fuese por la reserva que me veo obligada a guardar acerca de mi identidad, le pediría un favor ... Mi pobre hija cayó del caballo durante una cacería y fue arrastrada por el animal más de una milla. Quedó con los nervios destrozados y nuestro médico le recomendó descanso absoluto. Yo tendré que viajar día y noche, sin interrupción. Está en juego una vida... pero ya le hablaré de ello la próxima vez que nos veamos.

Sigue...

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